Las preocupaciones del autor no son menos sugestivas: mapear los estados del malestar (depresión, solidaridad negativa, precariedad, melancolía) a partir de un cuidadoso examen de la cultura contemporánea.
La reciente publicación del segundo volumen de K-Punk de Mark Fisher nos trae cerca de diez años de producción intelectual albergada en el blog homónimo por parte del autor de Realismo capitalista. Según se advierte en la propia introducción, en lugar de disponer los escritos cronológicamente, la estructura del libro se divide en dos mitades delimitadas por su temática: «Elijan sus armas. Escritos sobre música» y «Por ahora, nuestro deseo no tiene nombre. Escritos sobre política». No obstante, hemos de pensar el conjunto como una interrelación entre ambas mitades: Fisher piensa con el modernismo popular de J. G. Ballard y la música post-punk, junto con autores como Berardi, Derrida, Jameson, Zupančič e, incluso, Gramsci, contra la esclerotización cultural del presente, el popismo del Partido Laborista y una izquierda incapaz de imaginar alternativas a un realismo capitalista cada vez más zombi pero, no por ello más muerto. Las preocupaciones del autor no son menos sugestivas: mapear los estados del malestar (depresión, solidaridad negativa, precariedad, melancolía) a partir de un cuidadoso examen de la cultura contemporánea. En este análisis subyace la intención política de construir un deseo que oriente las demandas democráticas actuales en un sentido post-capitalista que redima un pasado que nunca se produjo y que nos ha llegado en rastros de carmín. Asimismo, lxs lectores del recopilatorio deberán sortear el peligro que se dibuja en los escritos de Mark Fisher que no es otro sino el riesgo de museificarlos para intentar suponer qué habría dicho Fisher sobre cualquiera de nuestras contingencias actuales. El mejor homenaje posible al legado de Fisher es, precisamente, traicionar al autor, ir más allá, samplear la voz de Fisher no para que piense por nosotros sino para que nos ayude a plantearnos las preguntas adecuadas.
«Un ataque nuclear táctico dirigido a Glastonbury habría virtualmente aniquilado todo lo que está debilitado, adormecido y reactivo en la cultura británica».
La cita que cierra el primer capítulo del segundo volumen de K Punk podría leerse erróneamente como un alegato elitista, sin embargo, es precisamente un alegato satírico en contra del encasillamiento, la despolitización de la cultura popular y su consideración como mero divertimento. Una llamada de auxilio contra una cultura enferma que parece haber alejado de sí cualquier gesto crítico y permanece fosilizada en un bucle nostálgico. Glastonbury, una suerte de homeopático musical, vendría a significar la enésima capitulación del modernismo popular frente al escapismo neoliberal. Mientras que la música pop de los setenta nos mostraba el deseo perdido de la contracultura como señales de un futuro aun por llegar, la música de nuestro presente parece estar atrapada en una suerte de repetición y monotonía. La sonrisa de un hedonista depresivo como Drake en Marvin’s Room alberga la tristeza secreta del siglo XXI. Una mueca amarga que ya muestran descarnadamente series como Euphoria, ciertos artistas trap o la canción «René» de Calle 13: el desnudo de un vacío que, aparentemente, se cubre con evocaciones retro o exhortaciones al goce que no pueden disipar una depresión cultural más profunda: «¿se están agotando los recursos culturales tal y como está ocurriendo con los recursos naturales?».
Bajo estas coordenadas, el «significante Bowie» puede entenderse como el deseo subterráneo de «lo nuevo» en una cultura en la que ser contemporáneo no es garantía de ser moderno. A priori, podríamos pensar, con la propia alusión a David Bowie, en una evocación fisheriana de fantasmas modernistas para exorcizar la depresión cultural del siglo XXI. Sin embargo, por decirlo con Marshall Berman, se trataría más bien de pensar la cultura como nutrición para el alma de los vivos en lugar de como un culto a los muertos. En esta línea, la lealtad hacia el postpunk de los setenta por parte de Fisher no debe entenderse como melancólico apego por los sonidos de los Scritti, Joy Division o Gang of Four sino, más bien, como un reclamo del componente crítico y democratizador que esa música comportaba: «la idea de que la cultura popular podía ser portadora de conceptos difíciles, sofisticados y demandantes para el público». La apuesta frente a la trampa popista de la decadente música de festivales o el hedonismo del hip-hop no es otra que recoger el testigo del modernismo de The Fall para afirmar que el experimentalismo artístico, el glamour o la sofisticación no son dominio exclusivo de las clases privilegiadas sino valores y espacios susceptibles de ser disputados .
No obstante, no podemos olvidar que la riqueza de la música de los setenta fue posible gracias a unas condiciones históricas concretas (la alianza entre la clase obrera y arty, las ayudas al alquiler, las ocupaciones, la seguridad social) que hacían posible enfocar la creatividad en algo que no fuera buscar trabajo y ganar dinero. Paradójicamente, la destrucción de esos sostenes del Estado del Bienestar por parte del neoliberalismo en aras de liberar el “espíritu emprendedor” preso de las instituciones socialdemócratas acabó llevándose por los aires todo el soporte material que había posibilitado la eclosión creativa de la contracultura. La parálisis cultural y su reverso hedonista deben leerse como síntomas de un contexto marcado por la precariedad material y la epidemia de ansiedad que lleva aparejada. «There’s only [in]voices in my head”; “Sólo hay facturas en mi cabeza» cantan los eMMplekz: ¿Cómo ser creativos hoy en otra cosa que no sea ganar dinero si todo nuestro esfuerzo está concentrado en pagar el alquiler? ¿Qué cultura podríamos imaginar hoy si Internet coexistiera con una Renta Básica Universal? Por el momento, esto son ciencias ficciones económicas.
Si la voz punk No Future impugnaba el cierre de posibilidades inserto en el dictum thatcheriano No hay Alternativa, el prefijo post añadía toda una interrogación acerca de la voluntad por hacerse cargo de los cascotes de un mundo fordista en descomposición, que sigue interpelándonos hoy bajo otras coordenadas históricas. Nuestra coyuntura dibuja un panorama, en teoría, poshegemónico marcado por el qué hacer ahora que, tras el descrédito del relato neoliberal con la crisis de 2008, el neoliberalismo «está muerto, pero persiste». Ahora bien…«Si el neoliberalismo no va a colapsar por su propia voluntad, ¿qué podemos hacer para acelerar su desaparición?»
El aceleracionismo de Mark Fisher no es una suerte de «cuanto peor, mejor» ni una versión cyberpunk del leninismo sino un constructo mucho más matizado que pasa por tomar consciencia de la «cara b» de la conocida historia de la cooptación neoliberal del 68. Esta no se trataría, en efecto, de una mera cooptación sino más bien de una articulación en la que la derecha individualizó con éxito los deseos autonomistas al postular al capital como único agente capaz de llevar a cabo la modernización del cada vez más burocrático y menos democrático Estado del Bienestar. Sin embargo, esa operación hegemónica no estaría exenta de remanentes: «la conversión neoliberal de la protesta contracultural en placeres de consumo pasó por alto la dimensión de la transformación colectiva de ciertas instituciones del viejo mundo fordista».
Así pues, la maniobra neoliberal distaría de haber sido un crimen perfecto: «hay deseos y procesos que el capitalismo hace surgir y de los que se alimenta, pero que no puede contener; y es la aceleración de estos procesos lo que empujará al capitalismo más allá de sus límites». Aquel deseo post-capitalista sería susceptible, hoy, de ser redimido en un nuevo proyecto político que haga converger las promesas antiburocráticas que el neoliberalismo no cumplió junto con las enfermedades mentales (estrés, depresión) que ha ocasionado el paradójico exceso burocrático fruto del afán neoliberal por medir y cuantificar lo público. ¿Acaso no sería una victoria discursiva pensar en que significantes como la creatividad o la flexibilidad sin que estos implicaran una precarización económica y psíquica?
Consciente de la ambivalencia del malestar contemporáneo, Fisher ejerce de «avisador del fuego» ante el riesgo de que la Izquierda vuelva a ser incapaz de canalizar el descontento burocrático y este sea cooptado por la derecha para criticar la ineficiencia del sistema público y continuar socavándolo . En esta encrucijada marcada por la incertidumbre, Gramsci ejerce como «mediador evanescente» para un Fisher cuyos últimos escritos planteaban la necesidad de llevar a cabo cierta intervención pedagógica que contrarreste el clima cínico del neoliberalismo autoritario que parece haber emergido tras el crash de 2008. El punto crítico en Gramsci, señala Sacristán, es que «sabe, a raíz de la derrota, que lo inminente es sólo la crisis del período no necesariamente el socialismo». Lo inminente no es la revolución, es el orden, un orden relativo que no tiene por qué estar orientado en un sentido progresista.
El diálogo con Gramsci abre un camino para suturar la brecha entre hauntología y hegemonía, entre un futuro que no llegó y un presente en disputa. ¿Cómo leer, nostalgia aparte, el apelativo al Green New Deal sino como un intento de ordenar el presente conectando con el espíritu perdido del 45? ¿Y si la modernización neoliberal no hubiese sido la única salida posible a la crisis del Estado del Bienestar? El último artículo escrito por Fisher no deja dudas al respecto:
«La derecha ha dejado de reclamar la modernidad para sí. La ideología neoliberal hizo que la neoliberalización pareciera un sinónimo de modernización. Pero es precisamente esa modernidad la que hoy rechaza la derecha en un giro hacia atrás y hacia adentro (…) la retirada de la derecha de la modernidad le da aún más ímpetu a la izquierda para reclamarla».
Si la obra de Thatcher fue el blairismo, el legado trágico de Blair no fue otro que la asunción de que Izquierda y modernidad eran fundamentalmente incompatibles. En el manifiesto Reclaim Modernity, escrito junto con Jeremy Gilbert, late uno de los desafíos que lanzó Fisher y que continúa sin respuesta: ¿cómo construir una idea de modernidad alternativa y de lo público que no esté basada en la centralización estatista ni en la mercadotecnia neoliberal?
La respuesta estribaría en una Izquierda capaz de salir del underground, un populismo democrático que retomara la dimensión prometeica de la emancipación. En efecto, como apuntara Fisher en Los fantasma de mi vida: «en el hecho de mirar The X Factor o hacer las compras en Tesco puede esconderse el deseo persistente de que la modernidad tecnológica y masiva sea mejor de lo que es». En la cotidianeidad de nuestras vidas latiría un deseo de lo nuevo en forma de una modernidad menos sacrificial y más amable que pasa por re-imaginar formas de democratizar la gestión de lo público, por alumbrar la cultura popular del siglo XXI y por cómo hacer de la tecnología una aliada del deseo para dar «vida sensible a las utopías anticipando el futuro sin sacrificar el presente».
Una de las lecciones que cabe extraer del 2008 no es únicamente que el neoliberalismo continúa como una religión sin creyentes, sino que la pulsión utópica que lo alimentara en los setenta habría quedado en entredicho con la propia crisis de 2008. Ante la tentación de huir hacia arcadias premodernas, en un momento en el que la derecha apuesta por abandonar la modernidad en un repliegue identitario hacia el pasado, la Izquierda debe apostar por el futuro, por una modernidad que quedó clausurada por el realismo capitalista. En un tono optimista que contrasta con el paisaje cínico de nuestro presente, Fisher aparece en las últimas páginas de K-Punk como un intelectual alejado de la idea desencantar a las masas sino que más bien parece ser partidario de organizar el pesimismo para construir un deseo de futuro, todavía sin nombre.
La elección de traducir y editar estas entrevistas podría parecer obvia, pero no por ello menos acertada ni desprovista de desafíos, muchos de ellos resueltos con solvencia. Otros, muy dependientes de cómo se medirá la actualidad de las palabras de Chomsky con el resultado final del conflicto.
Ani Pérez encuentra con este libro la manera de esclarecer las dudas y las confusiones que existen en los procesos de cambio que estamos viviendo en el sistema educativo. Lo hace escribiendo un libro que ella misma reconoce que hubiese criticado hace unos años.
Tras varios años de pandemia que han desmovilizado considerablemente al movimiento climático, se hace necesario repensar las estrategias y las tácticas políticas que deben ponerse en marcha para evitar el desastre planetario. Andreas Malm nos invita con audacia a considerar el boicot de las infraestructuras de la economía fósil como parte fundamental del ejercicio de presión que el movimiento tendría que ejercer sobre unos gobiernos sumisos ante el colapso climático.
Este libro es una oportunidad maravillosa para conocer la situación real de las personas trans, para acercarse a escuchar a quienes están en las situaciones más vulnerables. Shon Faye ha realizado entrevistas y recopilado información para conseguir esto, de forma que se trata de un análisis y no de unas memorias.
La filósofa Carolina Meloni (Tucumán, 1975) busca sacudirnos examinando el potencial emancipador de nuestros sueños. Aunque encontramos un texto en el que Meloni se abre a aquellas que leemos, la interpelación en sus páginas es a un sujeto colectivo.
Arrollados por la ola cibernética, no tratan de negar ni oponerse al claro espíritu de su época como otros aburridos miserabilistas, pero tampoco se imbuyen en ella de manera acrítica, como muchos otros posthumanos que no supieron ver el claro anacronismo que supondría en el futuro la excesiva identificación con su tiempo.
En algún momento de la película, fruto de un diálogo entre personajes que no recuerdo, hay un enunciado que llamó especialmente mi atención y que hace evidente la pérdida del sentido de autoridad que recorre el argumento: «antes, podías estar encerrado en una habitación con el enemigo y mirarle a la cara. Ahora, el enemigo está en el aire».
Con un esmero encomiable, Bravo hilvana los hilos malditos de la historia, los personajes de los márgenes, entre diseñadores olvidados y vikingos del siglo XX, amantes despechados y terroristas ajusticiados en sus celdas.
El nacionalpopulismo es una respuesta con sólidas razones históricas a la crisis de un sistema, pero tiene un parentesco con el mismo sistema al cual se opone, tanto en su origen, como en su destino.
Marvel se ha convertido en un dispositivo privilegiado para medir las diferentes vertientes y rasgos de la imaginación cultural y política actual, pues, muy lejos de ser mero entretenimiento, ha logrado atraer a millones de personas en todo el globo a partir de una serie de mitos y elementos narrativos que dicen mucho de cómo el mundo se piensa a sí mismo y, en concreto, como se piensa en relación con su propio contexto histórico.
La biografía aquí reseñada podría ser leída como una suerte de aplicación práctica de la «Ética», un estudio de caso demostrado según el orden historiográfico en lugar del geométrico: la vida y obra de Spinoza como el efecto resultante de una enorme cantidad de causas incidentes que el autor documenta con una rigurosidad pasmosa.
«Debemos elegir qué relato contar. Si preferimos la inevitabilidad de capitalismo y la falibilidad del progreso o, por el contrario, si optamos por el deseo del progreso y la accidentalidad del capitalismo» Xandru Fernández
El papel de la policía en las sociedades contemporáneas debe ser cuestionado, y el sociólogo Alex S. Vitale ofrece en «El Final del Control Policial» la posibilidad de abrir espacios de conversación en torno a cómo queremos organizar nuestras comunidades. A pesar de centrar su crítica en el modelo estadounidense, la obra de Vitale ofrece al lector lecciones y herramientas útiles para el análisis de las estructuras de poder que refuerzan y legitiman el control policial en su propio contexto nacional.
A partir de conversaciones con diferentes lectores y lectoras, Zafra construye de forma epistolar un ensayo pausado, ágil de leer y que vuelve a poner encima de la mesa la situación cada vez más insostenible de la industria cultural y sus trabajadores.
Los discursos que podemos leer en este libro pueden ser entendidos cómo una llamada a la acción, un aterrizaje concreto que además no obedece a un orden vertical, sino que es fruto del debate dado por las organizaciones que integran el EMMP.
Una teoría tan sofisticada como la de Laclau bien necesitaba una introducción. Antonio Gómez Villar se propuso suturar esta brecha, tres años más tarde, con la publicación de «Ernesto Laclau i Chantal Mouffe: populisme i hegemonía» (Gedisa, Barcelona, 2018), una obra que encuentra un calculado equilibrio entre la divulgación y la información teórica.
Si nos preocupa nuestro presente, si queremos plantear un horizonte alternativo al capitalista que nos lleva a la extinción, debemos tomar muy en cuenta las preguntas, explicaciones y enseñanzas que Antonio Antón nos ofrece a través del gigante Gargantúa.
Bastani presenta un escenario de crisis multidimensional que hoy se enfoca sobre todo desde la perspectiva de la escasez y la desigualdad y cuya propuesta hegemónica es aumentar los sacrificios para, en el mejor de los casos, vivir en un declive más suave.
En el estudio de Hochschild, su estimación sobre las horas empleadas por las mujeres entre trabajo productivo y reproductivo es de quince horas extras a la semana más que los hombres, lo que supone una doble jornada, en toda regla.
Estamos ante un ensayo impecable, que consigue hacer sencillo lo complejo, exponiendo y explicando términos que van desde la teoría psicoanalítica lacaniana hasta las multiplicidades de la teoría queer, pasando por la teoría feminista.
¿Qué es estar enfermo? ¿quién define la enfermedad? ¿cuáles son sus límites? ¿qué relación guarda la enfermedad con nuestro cuerpo? Estas son algunas de las preguntas que atraviesan el libro «La emancipación de los cuerpos».
En sus páginas no solo hay un Fisher diferente, hay uno de los mejores Fisher. El contenido del curso que Mark había diseñado tenía un objetivo claro: abandonar la vaguedad que parece rodear un término como “Post capitalismo”.
¿Por qué se habla de Estado español y se rechazan los símbolos oficiales de España? ¿Por qué leemos tanto a Balzac o a Dickens y tan poco a Cervantes y Galdós? Santiago Alba Rico nos da algunas posibles respuestas en este libro.