La biografía aquí reseñada podría ser leída como una suerte de aplicación práctica de la «Ética», un estudio de caso demostrado según el orden historiográfico en lugar del geométrico: la vida y obra de Spinoza como el efecto resultante de una enorme cantidad de causas incidentes que el autor documenta con una rigurosidad pasmosa.
Es un lugar común que roza lo redundante afirmar de los pensadores que son el reflejo de su época y que para entender su obra resulta crucial conocer su vida. Pero es también un lugar común aún más específico señalar esto al hablar de Bento Spinoza [1]. Así nos lo sugiere Gilles Deleuze en sus clases sobre el filósofo sefardí [2], entrelazando el mapa conceptual spinoziano con el contexto de la joven República Holandesa del S. XVII y los avances revolucionarios en física cinética, dinámica y óptica propios de la época; y así suele recordarlo Diego Tatián, filósofo spinoziano argentino, en sus célebres conferencias. A mi juicio, el interés por la vida de Bento Spinoza y sus circunstancias encuentra causa en dos razones: una de carácter historiográfico, y otra más personal. Comencemos por la primera: Spinoza es un filósofo límite, alguien situado justo en el borde entre dos épocas. A sus espaldas, una vertebración primordialmente teológica de las sociedades europeas que comenzaba a derrumbarse. Cuestionada primero con el éxito de la reforma protestante en algunas regiones y su apertura-flexibilización de lo pensable dentro de la doctrina cristiana, y tocada de muerte después, tras el surgimiento del racionalismo cartesiano que forzará la separación entre la teología y la filosofía-ciencia como formas de darle sentido al mundo. Lo que vendría en el siglo posterior a ese límite histórico es por todos conocido: el momento fundante de la modernidad realmente existente, la progresiva secularización de la sociedad, el triunfo de la confianza en una particular concepción de la Razón, la institución del dualismo cartesiano que subsiste como problemática con diferentes máscaras hasta nuestros días y el enorme pantano político-filosófico de darle fundamento a la moral una vez que el Dios-juez trascendente al mundo deja de regir la vida en sociedad.
En este sentido, el interés por Spinoza en relación específica con su época es, a mi entender, puramente hauntológico: en su obra podemos vislumbrar lo que la modernidad pudo haber sido y no fue, un futuro descartado que nos es útil de cara al futuro que podríamos construir. En esta línea, afirma Jonathan Israel [3] que existen dos grandes corrientes de pensamiento que dieron origen a la Ilustración: la de Spinoza por un lado, y la de todos los demás por el otro. Esta alter-modernidad (una Ilustración radical frente a una Ilustración moderada a decir de J. Israel), fundamentada en esa extraña teología materialista brillantemente expuesta en la Ética, se hace cargo plenamente de las aspiraciones democráticas que la Ilustración moderada triunfante no supo resolver sino parcialmente, rompe con el dualismo sujeto-objeto que aún hoy nos lleva a dicotomías como lo material-lo cultural que son callejones sin salida, y ofrece -algunos verán una paradoja en esto- un camino de libertad en un férreo determinismo a prueba de supersticiones moralistas que exigen responsabilidad donde sólo hay necesidad.
La biografía de Spinoza escrita por Nadler que aquí reseñamos ofrece abundante información para una comprensión informada de la encrucijada histórica que le tocó vivir a Bento. El despliegue de fuentes historiográficas es constante y amplísimo: no se reduce a las biografías escritas por sus contemporáneos -con un claro interés propio-, sino que se aventura hacia hipótesis siempre sólidas fundamentadas en correspondencia, censos, registros notariales, actas mercantiles, panfletos conservados, documentos de la congregación sefardí que vio nacer a nuestro filósofo, etc. El trabajo de documentación de Nadler es exhaustivo y riguroso, sin margen aparente para la especulación imaginativa. Para quien, como yo, esté habituado al estudio del presente más que del pasado, la biografía escrita por Nadler resultará impresionante por la precisión con la que reconstruye de manera verosímil hechos acontecidos hace siglos. Respecto a esto, brilla con una luz independiente a la de Bento el retrato complejísimo que realiza de un espacio-tiempo a mi juicio poco conocido en España: la vida de la República Holandesa recién independizada del Imperio Español, cuna de libertades y tolerancia para los estándares de la época pero aquejada de fuertes tensiones internas. Hablamos de una república próspera, motor fundamental del capitalismo comercial durante el siglo XVII, pero constantemente amenazada por guerras sucesivas con España, Inglaterra, Francia y ciertos ducados alemanes fronterizos. En lo que respecta a sus cuestiones domésticas, el relato de Nadler sobre las Provincias Unidas aporta una enorme profundidad a la lectura política de la obra spinoziana.
Dos facciones enfrentadas se disputaban el poder en la sociedad holandesa contemporánea a Spinoza: conservadores cuasi-monárquicos favorables a la centralización del poder en manos de un Estatúder perteneciente a la dinastía Orange y fiel a la hegemonía inquisitorial de la Iglesia Reformada calvinista, contra republicanos patricios favorables a la retención confederal del poder en manos de las ciudades y a la ampliación de las libertades de pensamiento y expresión. Nadler reconstruye minuciosamente el plano discursivo sobre el que se produce la disputa: recordemos, nos movemos en un límite histórico de apertura, pero previo a la secularización de la sociedad, y por tanto, la batalla cultural de la época es fundamentalmente una batalla por la interpretación adecuada de las Sagradas Escrituras, plano de inscripción ineludible de toda discusión sobre la polis. Reconozco con un poco de vergüenza que mi interés por debates dados en coordenadas tan alejadas de las actuales era reducido. Nadler y Spinoza se reparten el mérito de volverlo apasionante. Debidamente contextualizado, se aprecia con justicia la osadía de Spinoza, en el Tratado Teológico-Político, al argumentar con una solidez intelectual a prueba de balas razones que entonces podían conducirle a uno a la cárcel o al cadalso: que las Sagradas Escrituras eran un producto humano lleno de incorrecciones y no un mandato divino, que las religiones institucionalizadas eran mecanismos de poder al servicio de castas sacerdotales y patricias, y que la ritualística asociada a la práctica de la religión era pura superstición ridícula.
No fue el primero ni el único en su época en hacer tales afirmaciones. Entonces, ¿por qué, según recoge Nadler, fue considerado enemigo público número uno por la Iglesia Reformada, atribuyéndosele el indudable mérito de ser llamado “el hombre más impío y peligroso del siglo”? Una concepción ontológica radicalmente nueva -radicalmente nueva incluso hoy en día- atraviesa la obra spinoziana y cristaliza magistralmente en la Ética. Spinoza desde luego no fue único por rebelarse contra las autoridades eclesiásticas o promover la interpretación libre de las Sagradas Escrituras. Pero sí fue único en proponer una ruptura ontológica radical, hasta las últimas consecuencias, con el trascendentalismo teológico y filosófico. Afirmar la existencia de un Dios inmanente, idéntico a la naturaleza, del que todos somos particulares y determinadas formas de expresar sus atributos, sólo podía ser calificado como el peor de los ateísmos por quienes entendían a Dios como un patriarca con barba y sandalias que vigila y castiga, que juzga y condena, observándonos desde fuera. Spinoza, en un esfuerzo admirable y divertidísimo de resignificación política, se revolvía contra las acusaciones de ateísmo: si alguien niega la naturaleza real de Dios, serán quienes niegan su infinita potencia natural para reducirlo a la caricatura de un viejo encolerizado, hecho a imagen y semejanza del hombre y a la medida de las necesidades políticas viles de élites deseosas de engañar al vulgo supersticioso.
La estocada de Spinoza fue y sigue siendo letal para quienes entienden la política como una disputa por la institución de ciertos códigos morales, sea desde posiciones esencialistas o constructivistas. Aquí deberíamos escuchar atentamente, porque la crítica es demoledora contra los predicadores de la Iglesia Reformada del siglo XVII tal cual retrata Nadler, pero también contra ciertos progresismos del siglo XXI. Pensar lo que existe desde una perspectiva auténticamente materialista y emancipadora le debe a Spinoza dos cosas y con frecuencia no se practican: 1) abandonar la idea de que el mundo del sujeto está separado por un abismo ontológico del mundo exterior a él, de manera que al sujeto le es propia una libertad no-determinística -el “libre albedrío”- que le negamos al mundo de las cosas y 2) puesto que el sujeto es efecto de numerosas determinaciones que sobre él actúan, abandonar también la idea de responsabilidad moral. No puede coherentemente exigirse responsabilidad moral sobre quien está determinado a actuar por causas ajenas -una estructura social o una trayectoria biográfica, por ejemplo-. Lejos de ser fatalista e invitar a la pasividad como habitualmente se considera, este determinismo es liberador: si las causas nos determinan, un conocimiento adecuado de las causas nos habilitará a poder actuar sobre ellas y transformar la realidad. En este sentido, Spinoza articula un radical “objetivismo” con un fuerte antiesencialismo: no existe una esencia del Bien y del Mal universales y trascendentes, pero existe un padecimiento efectivo y real de lo bueno y lo malo, o lo que es lo mismo, de los afectos de la alegría y de la tristeza. La tarea política emancipadora no pasa por el enjuiciamiento absurdo de lo que los sujetos hacen determinados por la sociedad que los produce -no podrían hacer nada diferente a lo que efectivamente hacen a cada momento-, sino en la actuación sobre las causas que los determinan, haciendo posible un reparto de alegrías y tristezas que nos refuerza (nos alegra) o nos debilita (nos entristece) como cuerpo social.
Spinoza es, en este sentido, una cuerda que nos salva de la trampa humanista a la que muchas veces nos aboca la teoría del discurso y el principio de contingencia acríticamente considerados. Ciertas perspectivas posfundacionalistas presumen con frecuencia de ejercer un ejercicio despiadado de crítica deconstructiva de las premisas que estructuran el sentido que damos al mundo, salvando de tal crítica la premisa más fundamental de todas ellas: la separación abisal entre un sujeto -productor de realidad siguiendo el dogma de la excepcionalidad humana como única especie que posee el don del lenguaje [4]- y un “afuera” que sólo adquiere sustancia en tanto que es construido discursivamente por el sujeto pensante. A mi parecer, no se es plenamente antiesencialista si no se rompe también con el esencialismo que considera el sujeto desde un excepcionalismo ontológico negado al resto de la naturaleza. Spinoza niega la primacía ontológica de la subjetividad en la construcción de la realidad, y al contrario, la encuadra como un efecto regido por la misma racionalidad causal que el resto de lo existente. Desde esta perspectiva, podemos comprender el mundo de la producción simbólica como una instancia “objetiva” -en tanto que efectiva, dependiente de la naturaleza determinística que caracteriza la esencia de lo real- entre otras. Ya no el sujeto como ente a priori, constructor de realidad, sino el sujeto como efecto de relaciones desplegándose según el mismo orden causal ordinario que explica la fotosíntesis, la condensación del agua en un espejo o el funcionamiento de un ordenador. Tal es el sentido de considerar spinozianamente la naturaleza entera como una única sustancia: carentes de sustantividad por sí, los modos del ser que habitan el interior de la sustancia única -o sea, que conforman la naturaleza- sólo pueden definir su esencia de manera relacional, como despliegue de efectos ante la realización de causas. Así se vuelve posible rescatar el antiesencialismo propio de la teoría del discurso -la esencia de lo que rodea nuestra existencia humana es puramente relacional y no sustantiva- y a la vez salir de la burbuja fenomenológica en la que a mi juicio se encuentran atrapados algunos posfundacionalismos. Como señala Aragüés [5], esta visión del sujeto como efecto de la realidad y no como constructor de realidad es precondición necesaria para la superación efectiva de falsas dicotomías como la distinción entre lo cultural y lo material -hablaremos, mejor, simplemente de afecciones de distinto tipo [6] sobre los cuerpos individuales y sociales- o los quebraderos de cabeza a los que nos lleva pensar las identidades en tensión con el principio de diferencia. Además, es el punto de encuentro de numerosos autores de la más fecunda tradición emancipadora y materialista: Spinoza describiendo el deseo subjetivado del individuo como determinado por afectos que lo mueven en un sentido o en otro [7], Marx hablando de la esencia humana como el conjunto de sus relaciones sociales en la sexta tesis sobre Feuerbach [8], Foucault proclamando la muerte del hombre al analizar la subjetivación como el efecto de complejos procesos sociohistóricos [9], o Deleuze describiendo el sujeto como un pliegue de lo real que surge de síntesis inmanentes, maquínicas [10], vaciadas del espiritualismo que anida en la ontología moderna dualista, todavía hegemónica, pensada por Descartes.
En este sentido, mis lecturas spinozianas me han afectado forzándome a coger con pinzas esa afirmación de Javier Franzé que define la política como la práctica social de creación no fundamentada de comunidad. Si por “no fundamentada” entendemos “carente de sentido trascendente”, la suscribo: el fundamento de las cosas es siempre puro despliegue inmanente de causalidad. Si por “no fundamentada” entendemos que nada exterior al orden de lo simbólico la sostiene, entonces desde Spinoza sólo cabe negarla: lo simbólico fundamenta su eficacia, o sea, su realidad, en su potencia para la producción efectiva de afectos, en el orden de la mente y el discurso pero también arraigada en los cuerpos. Esto ocurre, por otra parte, en todo aquello real, sin excepcionalismos humanistas: el concepto de “afecto” pretende en Spinoza describir una dinámica ontológica universal de la variación de potencia de un cuerpo, y no se reduce sólo a aquello que normalmente entendemos como “emoción” o “sentimiento”, aunque coincida parcialmente con tales conceptos en el ejemplo humano. En este sentido, la bondad de la democracia frente a otras formas de organización social no es exclusivamente relativa a la victoria contingente de los demócratas en tal o cual disputa discursiva -esto en cualquier caso será efecto, no causa-, sino fundamentada como superior por su capacidad para producir alegrías y por tanto incrementar la potencia del cuerpo colectivo. La sociedad democrática es mejor y superior a las sociedades antidemocráticas porque garantiza a la mayoría de sus miembros grados de potencia -de libertad- mayores. Si la tristeza es expresión de una pérdida de potencia, entonces son débiles e indeseables las sociedades atravesadas por desigualdades estructurales que entristecen la vida de quienes están en posición subalterna, y envilecen -la vileza es una forma de tristeza también- la existencia de quienes viven obsesionados por la perpetuación de su dominio sobre otros. Quizá en otra ocasión pueda desarrollarse esto con la minuciosidad que requiere.
Abríamos esta reseña mencionando que además del interés historiográfico por la vida de Spinoza, existía un interés personal. Me refiero aquí a la fascinación habitual que despierta la vida de Bento Spinoza en quienes se asoman a ella por simpatizar con su filosofía. La biografía de Nadler, en ese sentido, es una auténtica fiesta de anécdotas que ayudan a conocer mejor a la persona detrás del genio. El libro es exhaustivo al respecto, pero me quedo con tres pinceladas: su frialdad altiva, su calidez humana y su compromiso cívico. Respecto a lo primero, lo retrata Nadler como efecto inevitable en quien ha sufrido en su vida exclusión tras exclusión. De la congregación sefardí, por ateo y hereje. De la comunidad cristiana, por judío, por ateo y por hereje. De la comunidad académica, por cartesiano radical, por ateo y por judío. Se explica así la soberbia con la que contestaba por correspondencia a quienes le instaban, oscilando entre la agresividad y la condescendencia, a abandonar el ateísmo impío y salvar su alma. En cualquier caso, mi cita favorita recogida por Nadler que nos muestra a ese Spinoza a la defensiva frente a un mundo que le rechaza es la respuesta que le dedica a Mortera, primer rabino de la congregación sefardí de Ámsterdam -el más respetado de sus patriarcas- cuando se va a decretar su excomunión perpetua, uno de los peores castigos imaginables para un judío de época. Nadler lo narra como sigue:
El propio Mortera, después de correr a la sinagoga para comprobar si los informes de la rebelión de su discípulo eran verdaderos, “le urgió, en su más formidable tono, que se decidiera por el arrepentimiento o por el castigo, añadiendo que lo excomulgaría si no mostraba inmediatamente signos de contrición”. La supuesta respuesta de Spinoza estaba calculada para sacar al rabino de sus casillas: “conozco la gravedad de la amenaza y, en pago de las molestias que usted se ha tomado para enseñarme la lengua hebrea, permítame enseñarle a usted cómo se debe excomulgar”.
Contrasta esa altivez con la cercanía hacia sus amigos, a los que no cuesta imaginarse como su refugio en un mundo hostil, que lógicamente se esmeraría en cuidar. Testimonios de sus allegados le alejan de la imagen del filósofo soberbio y misántropo, y le describen como alguien amable, atento y carismático, que sabía llevar con templanza la autoridad intelectual que sus amigos le concedían, animándoles a valorar y profundizar sus respectivas reflexiones filosóficas cuando la vergüenza de no verse a la altura de Bento les afectaba. Se conserva correspondencia abundante que demuestra la preocupación de Spinoza por estar al tanto de la vida cotidiana de sus amigos y documenta viajes para visitarles durante momentos de enfermedad o de fallecimiento de sus seres queridos. Hablamos, pues, de una persona coherente con lo que predicaba en la dimensión práctica de su filosofía. Por una parte, terriblemente austero en lo material: su único patrimonio de valor eran sus libros, y sobrevivió a base de los ingresos que le reportaba su trabajo como pulidor de lentes, rechazando una cátedra universitaria y negándose excepto en momentos de extrema necesidad a la generosidad habitual de sus amigos, siempre dispuestos a ofrecerle dinero para que se dedicara exclusivamente a pensar. Por otro lado, empeñado en cultivar aquello que él mismo defendía como lo más valioso de la vida humana: cultivar el conocimiento y las amistades, únicas fuentes sólidas de alegrías duraderas.
Cerremos con el Spinoza militante, el Spinoza con compromiso cívico. Nos referimos aquí a quien, en una época cuyas identidades colectivas estaban definidas fundamentalmente por la religión, firmaba sus cartas como “Benedictus de Spinoza, ciudadano de Ámsterdam”. Quien definía la democracia como la forma más perfecta de sociedad cuando esa palabra era sinónimo de desorden y gobierno de los peores. Quien aparcó la escritura de su obra magna, la Ética, para dedicarse a la redacción de un texto militante, el Tratado Teológico-Filosófico, en defensa del gobierno republicano de Johan de Witt. Y también hablamos de quien, como cuenta Nadler, cuando una turba de calvinistas linchó a los hermanos De Witt, tuvo que ser retenido por sus caseros -y salvado de una muerte segura- dado su deseo irrefrenable de echarse a la calle para llamar bárbaros a los asesinos. Lector de Maquiavelo y discípulo del revolucionario Van den Enden, Spinoza decía de sí mismo “yo soy un sincero republicano, y lo que me importa por encima de todo es el bienestar del Estado”. Esta cita, leída con ojos actuales, nos invita a pensar un Spinoza más allá del Spinoza releído en el siglo XX. Me refiero a ese Spinoza capturado para la comprensión exclusiva de los momentos de ebullición popular y espíritu anti-institucionalista, como si la gramática de las pasiones y el deseo sólo explicara los momentos de inestabilidad social y no los de conservación: nada escapa al determinismo afectivo, y no sólo el desmoronamiento sino también la conservación de las instituciones opera según su potencia para la producción de deseo. Sobre esto resultan imprescindibles las tesis de Frédéric Lordon, cada vez más conocido en España pero nunca lo suficiente, que aportan herramientas teóricas y prácticas de utilidad máxima para el análisis político en el siglo XXI.
Es difícil no imaginarse a Nadler trabajando las fuentes documentales de este libro con la misma minuciosidad con la que Spinoza se dedicaba al pulido de lentes o al perfeccionamiento del orden deductivo que estructura, proposición tras proposición, el argumento de su obra magna. La biografía aquí reseñada podría ser leída como una suerte de aplicación práctica de la Ética, un estudio de caso demostrado según el orden historiográfico en lugar del geométrico: la vida y obra de Spinoza como el efecto resultante de una enorme cantidad de causas incidentes que el autor documenta con una rigurosidad pasmosa. Se trata de una biografía imprescindible para quienes están interesados tanto por el filósofo sefardí como por el contexto político, filosófico, teológico y científico de la República Holandesa en el siglo XVII.
[1] Usaremos el portugués “Bento” para referirnos al nombre de Spinoza, lengua en la que se crió y en la que con casi toda seguridad reflexionaba para sí, antes que el hebreo “Baruch”, presente sólo en los documentos oficiales de la congregación sefardí que le excomulgó.
[2] Deleuze, G. (2004) En medio de Spinoza. Editorial Cactus.
[3] Israel, J. (2012) La Ilustración radical: La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750. Fondo Económico de Cultura. México.
[4] Todos los modos del ser son excepcionales en sus potencias singulares, y en ese sentido el don del lenguaje no tiene nada de especial per se.
[5] Aragüés, J.M. (2018) Deseo de multitud. Diferencia, antagonismo y política materialista. Editorial Pre-Textos.
[6] Desde el paralelismo spinoziano esto es algo más complejo: existe siempre un correlato mental a la naturaleza extensa de una afección y viceversa, pero no me meteré en este pantano para no enredar aún más las cosas.
[7] Spinoza, B. (1987). Ética demostrada según el orden geométrico. Alianza Editorial.
[8] Marx, K. (2004). Tesis sobre Feuerbach. http://www.filosofia.org/cla/ome/45tesfeu.htm
[9] Foucault, M. (1982). Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI.
[10] Guattari, F., & Deleuze, G. (2004). El Anti Edipo: capitalismo y esquizofrenia. Paidós Ibérica.
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