Marvel se ha convertido en un dispositivo privilegiado para medir las diferentes vertientes y rasgos de la imaginación cultural y política actual, pues, muy lejos de ser mero entretenimiento, ha logrado atraer a millones de personas en todo el globo a partir de una serie de mitos y elementos narrativos que dicen mucho de cómo el mundo se piensa a sí mismo y, en concreto, como se piensa en relación con su propio contexto histórico.
“Venimos del futuro, ¿no? ¿Qué es la AVT? Algo del futuro, suena a futuro…” Loki
Son muchos los debates que podemos tener sobre la buena o mala salud de la ficción especulativa en la cultura popular actual. Lo que no es posible debatir es que no hay una compañía en esa ecuación que tenga más peso que Disney, y ninguna de sus subdivisiones que haya logrado una misma extensión y presencia que el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU). Después de más de una veintena de entregas, la franquicia no da signos de frenarse, y este año se ha lanzado a la conquista de la pequeña pantalla con los exitosos estrenos de las series streaming de Bruja Escarlata y Visión, Falcon y el Soldado de Invierno, y, recientemente, Loki.
Son muchos los aciertos que pueden atribuirse a Kevin Feige, presidente de Marvel Studios y la principal cabeza ejecutiva y creativa detrás del MCU. Sin duda, el primero es, teniendo en cuenta su influencia en nuestro panorama popular, que poca gente conozca su nombre. Pero el que nos interesa ahora, centrando nuestra atención en la última entrega de la saga, ha sido actualizar poco a poco la franquicia con el justo equilibrio para hacerla parecer lo suficientemente fiel a sí misma y al material que adapta y, a su vez, lo suficientemente nueva y atractiva para al menos aparecer al filo de la innovación cultural. De nuevo: podremos debatir si esto es así o no, pero el hecho de que el MCU se plantea a sí mismo como tal, y que su popularidad y presencia transmedia la hacen la franquicia más determinante de nuestros días, no es discutible.
Es por ello por lo que Marvel se ha convertido en un dispositivo privilegiado para medir las diferentes vertientes y rasgos de la imaginación cultural y política actual, pues, muy lejos de ser mero entretenimiento, ha logrado atraer a millones de personas en todo el globo a partir de una serie de mitos y elementos narrativos que dicen mucho de cómo el mundo se piensa a sí mismo y, en concreto, como se piensa en relación con su propio contexto histórico. En tanto que Marvel pertenece, de una u otra forma, a la ciencia ficción, es fundamental para entender cuáles son las formas que tenemos de imaginar nuestro presente en relación con un pasado que nos da sentido y un futuro o varios futuros posibles ante los que pretendemos orientarnos. En este respecto, quizás no haya habido una entrega más sugestiva de la franquicia que Loki.
Cuando se habla de ciencia ficción centrada en el viaje temporal, habitualmente se entiende que la fantasía de la manipulación del tiempo equivale a una fantasía más general sobre la posibilidad de la intervención humana en el transcurso de la historia y sobre la capacidad, no ya de redención de las injusticias pasadas por su corrección literal, sino de sobreponerse a la determinación con la que nuestro contexto temporal, en su vertiente social y personal, fija nuestras existencia en puntos concretos del flujo de la historia. En pocas palabras: la fantasía del viaje en el tiempo suele figurar la habitual obsesión humana por transformar el mundo emancipándose de forma imposible de las determinaciones agobiantes de su historia. Esta fantasía se vive con cierto optimismo inconsciente y sentido de la aventura en series como Doctor Who (1963-1989, 2003-…) y con rigidez cerebral en clásicos de la ciencia ficción independiente como Primer (2004).
Sin embargo, las numerosas paradojas y quebraderos de cabeza que provoca la premisa del viaje temporal han generado no pocos detractores, como es el conocido caso de Dan Harmon, co-creador de la serie Rick y Morty (2013). A pesar de que la serie se originase como una parodia de los personajes Doc y Marty de la saga de Regreso al futuro, Harmon tiene tanta aversión por las historias de viaje temporal que prometió públicamente en varias ocasiones que la serie nunca contendría una (promesa que fue incumplida en la cuarta temporada, no sin su habitual tono paródico y autoconsciente). No sabemos cómo se siente Harmon después de que uno de los escritores de su serie, Michael Waldron, se marchara para ser el director creativo de Loki.
Esta interpretación, la del viaje temporal como fantasía de la manipulación histórica, no tiene pocos problemas ni contraejemplos. Pero en el caso de Loki, donde encontramos una autoridad externa encargada del control de la “línea temporal”, las cuestiones que apuntan al poder y a la historia son casi inevitables. Esta autoridad de rasgos dictatoriales es conocida como AVT (Autoridad de Variación Temporal), figura en la que centraremos toda nuestra atención a partir de aquí, pues sus formas de representar la tecnología, la burocracia y el poder la convierten en un dispositivo privilegiado para entender cómo ha evolucionado el rostro de la distopía en la ciencia ficción contemporánea.
Una lectura inicial puede describir la AVT como una dictadura burocrática clásica que se convirtió casi en un arquetipo tras la enésima iteración de la novela de George Orwell 1984 (1949). Esta figura de la distopía futurista suele ser representada como un estado fuerte y dictatorial, apoyado en un aparato policial represivo, animado por una cohorte indeterminada de funcionarios desaboridos y centrada en la extinción de las libertades civiles. Estas distopías imponen una idea de uniformidad que no solo refiere a un “pensamiento único”, sino que lo subraya mediante la homogeneidad estética: uniformidad en la moda, en las formas, en la propaganda y en demás marcadores sociales que comúnmente adolecen una falta de diversidad y colorido, carentes más que nada de las alucinadas marcas que señalan la heterogeneidad del mercado capitalista y suelen ser trampantojos del progreso tecnológico y la eficiencia: publicidad, medios de comunicación privados… etc.
En el cine, ejemplos conocidos como THX 1138 (George Lucas, 1971) o Brazil (Terry Gilliam, 1985) reincidían en esta figura de la distopía burocrática, que operaba con especial eficacia en la Guerra Fría básicamente como forma de equiparar comunismo y fascismo, ambos como regímenes opresivos y socialmente homogéneos, oponiendo por contraste la dupla entre democracia liberal y economía capitalista, en el popular marco interpretativo que figura la historia del siglo XX como una confrontación entre totalitarismo y democracia. Este sentido particular como dispositivo ideológico en el contexto de la Guerra Fría de la distopía burocrática explica su pérdida de popularidad tras la caída del Muro de Berlín y el auge, de los años 90 en adelante, de escenarios distópicos propios del cyberpunk donde las formas del poder son menos visibles y directas, pero igual de perniciosas, y donde la diversidad del mercado no es excluyente, sino más bien causante, de un estado social opresivo y deprimente. El filósofo Fredric Jameson llamó a esta figura la “paranoia supertecnológica”, donde “los circuitos y redes de una supuesta conexión informática global son movilizados por las conspiraciones laberínticas de una serie de agencias de información independientes, pero sin embargo entrelazadas, que compiten a muerte entre sí” [1]. La AVT, sin embargo, parece una dictadura supertecnológica: la conjunción del poder opresivo orwelliano con las potencialidades de una tecnología futurista.
Pero, en tanto que totalitarismo burocrático ¿es la AVT una figura un tanto anacrónica, un constructo ideológico propio de la Guerra Fría implementado como pastiche en una ficción de nuestros días? En parte sí y en parte no. No cabe duda de que la AVT contiene un importante semblante nostálgico, algo que de por sí puede no significar más que una añoranza cansina por los tiempos donde era más fácil entender quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Uno puede ver por momentos la AVT como nostálgica del equilibrio entre comunitarismo, progreso tecnológico y bienestar social que prometió cierto modernismo de mediados de siglo, especialmente en su vertiente socialdemócrata. Más que como señalamiento al proyecto particular de esta y otra socialdemocracia, el explícito ensamblamiento de una estética propia de los años 70 parece apuntar a un mundo pre-neoliberal, previo a los gobiernos de Reagan y Thatcher, donde una tecnología digital incipiente aún podía ser soñada como aliada de promesas de redistribución y equidad social, como ocurrió con el conocido sistema Cybersyn en el Chile de Salvador Allende, cuyo diseño recuerda escalofriantemente a las oficinas de la AVT.
Con ello, la AVT parece estar a medio camino en lo que Fisher llamaba “el espectro de un mundo en el que todas las maravillas de las tecnologías de la comunicación puedan ser combinadas con un sentido de la solidaridad mucho más fuerte que cualquier cosa que la socialdemocracia hubiera podido producir.” [2] Pero, por supuesto, en la AVT no hay solidaridad, solo el prospecto vago y fanático de la misma en forma de uniformidad social y adoración a los amados superdictadores alienígenas, que esconde ineficazmente unos métodos represivos, engañosos y crueles. Es decir: la vieja figura ya mencionada de la distopía burocrática orwelliana, que venía a indicar precisamente que esas promesas de solidaridad comunitarista eran excusas para la imposición de nuevas clases opresoras de funcionarios y miembros del partido.
Pero lo interesante aquí, como ya hemos avanzado con la idea de la “dictadura supertecnológica” es la forma en la cual esta figura ha sido actualizada, en qué difiere del estereotipo original y lo que esto dice de ese semblante nostálgico. La AVT contiene numerosos elementos de esta distopía: el cuerpo policial represivo, la estructura burocrática, los funcionarios grises, la homogeniedad en las formas y la moda… Además, en la figura de los tres Señores del Tiempo, se incluye una apelación al poder teológico como garante de la legitimidad de su misión que parece señalar directamente al totalitarismo personalista en el que ciertamente desembocó buena parte del comunismo oficial e implantado históricamente, supuestamente nacido de ideologías igualitarias.
Pero, al contrario que la figura clásica de Orwell, la AVT presenta un rasgo que la separa por completo: no ya el de la eficiencia, sino el de la excelencia tecnológica.
Dispuestas a demostrar que estos regímenes ni siquiera obtenían lo que prometían, buena parte de la fuerza propagandística de la distopía burocrática consistía en presentar estos estados dictatoriales como finalmente ineficientes y rudimentarias tecnológicamente, queriendo señalar así que el progreso técnico y científico era beneficiado por las políticas de libre iniciativa del mundo capitalista. Más allá de las inconsistencias de este relato (la carrera espacial o la creación de Internet, por ejemplo, necesitaron de una vasta intervención y coordinación gubernamental), hoy en día vivimos en un mundo diferente, y el miedo más habitual en “Occidente” consiste en la posibilidad de que las nuevas potencias que combinan un estado extraordinariamente represivo con una economía capitalista, desde los países del Golfo Árabe hasta Rusia pero ante todo en el caso de China, puedan a la larga superar tecnológicamente a las ahora aparentemente ineficientes democracias liberales, donde el poder es intercambiado en ciclos cortos de tiempo y ni las más arriesgadas medidas políticas pueden evitar un marcado componente electoralista. Además, parece que en estas el progreso tecnológico está ciegamente guiado por el lerdo imperativo de beneficios económicos de las grandes compañías de Silicon Valley que, como explican Nick Snrinicek y Alex Williams, solo nos obsequia con “[i]ncesantes repeticiones del mismo producto de base [que] sostienen la demanda marginal del consumo a expensas de la aceleración humana” [3].
El miedo consiste en que las dictaduras sean mejores gestoras del capitalismo y, por extensión, superiores tecnológicamente. Esta ansiedad incluye también la aprehensión de que los nuevos y más sofisticados avances de la tecnología están siendo aplicados al refinamiento de la vigilancia, el control y la represión política; algo que en realidad es bastante viejo, pero que tecnologías como el reconocimiento facial ha puesto de nuevo de actualidad. Esta cuestión, más que nada, demuestra lo fundamental que es el progreso técnico en nuestro imaginario colectivo, que mantiene inextricablemente unidas nociones que no necesariamente han de ir siempre de la mano, como la de progreso tecnológico con la de progreso histórico, así como la de supremacía tecnológica con la de supremacía geopolítica.
Uno de los problemas fundamentales de la distopía burocrática clásica, además de equiparar fascismo con comunismo, era que asumía que las sociedades con libertades civiles y economía de mercado era necesariamente las más avanzadas tecnológicamente. La figuración de esta agencia extra-temporal en Loki, que combina ese mito burocrático originario con una tecnología futurista ergonómica y eficaz en la AVT, puede ser un interesante síntoma de la reciente disociación entre esas dos ideas: el progreso tecnológico ya no conlleva necesariamente el progreso de las libertades civiles, y viceversa.
Esta lectura solo puede reforzarse cuando apuntamos a la misión colectiva de la AVT, que consiste en la represión de la diversidad de nada más y nada menos que “líneas temporales” que se desvían de un curso preestablecido de acontecimientos. Teniendo en cuenta lo mencionado antes sobre las fantasías del viaje temporal, la AVT funciona aquí como un aparato represor de futuros o, más concretamente, como un aparato represor de la posibilidad de una multiplicidad de futuros. Sin duda existe la tentación de equiparar este poder represivo de la AVT a la atrofia imaginativa que afecta nuestro presente, cada vez menos capaz de representar un porvenir que no sea distópico o catastrófico. Lo curioso es que esa atrofia imaginativa ciertamente se vive más como una responsabilidad colectiva que como el resultado de una autoridad directa y represiva, aunque cabría argumentar que esa idea de que la falta de futuro es algo así como un proyecto colectivo fallido, del que cada uno de nosotros comparte la misma responsabilidad, es tanto una desviación inapropiada del problema a las claves de la responsabilidad personal como un blanqueamiento de que, en el fondo, esta situación de paroxismo imaginativo beneficia más a unos que a otros.
En el segundo episodio de la serie, Loki descubre que el punto ciego de la AVT son precisamente los eventos apocalípticos. Dos de estos escenarios apocalípticos que visitamos en la serie, uno en la Tierra en el año 2050 y el otro en el planeta Lamentis-1 en el 2077, son ambos eventos catastróficos provocados por cataclismos de carácter ecológico y situados en localizaciones propias de economías capitalistas: un centro comercial y una comunidad extractivista minera que recuerda al Salvaje Oeste. Parecería que lo que la serie nos indica es que el dilema de nuestro tiempo es un futuro regimentado por una dictadura supertecnológica o el caos catastrófico del capitalismo ecocida. Esta diatriba imposible parece reforzada por su escena final, por lo que siempre nos quedará esperar a la segunda temporada (la serie será la única de Marvel, por el momento, que tendrá una). En todo caso, el mensaje de Loki parece igual de sombrío que siempre: no hay futuro, tan solo una multiplicidad de posibles distopías.
[1] Fredric Jameson, Posmodernismo. La lógica cultural del capitalismo avanzado, vol. III (Buenos Aires: La Marca, 2012)
[2] Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Buenos Aires: Caja Negra, 2018)
[3] Nick Srnicek y Alex Williams, “Manifiesto para una política aceleracionista,” en Aceleracionismo: Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, comp. Arven Avanessia y Mauro Reiss (Buenos Aires: Caja Negra, 2017)
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