llevábamos demasiado tiempo socializándonos en una forma dominante de miedo, la que nos arroja a un futuro incierto que debemos, sin embargo, asumir o vivir como merecido
Hay dos formas distintas, aunque entrelazadas, de miedo recorriendo los hogares españoles: el miedo al contagio y el miedo a contagiar. En las líneas que siguen intentaré mostrar la diferencia que existe entre ambas formas de miedo y, sobre todo, los temores o angustias sociales que reflejan. Lo haré porque considero que la dirección que tome la salida política y social a la crisis que atravesamos dependerá, en buena medida, de cómo se enfrenten y contengan estas dos figuras del miedo.
Empiezo por la segunda forma de miedo, la del miedo a contagiar, pues en ella se introduce de manera decisiva lo colectivo, el otro generalizado y la inevitable sociabilidad humana: vivimos de y con otros. Si las últimas cuatro décadas han sido las de una antropología individualizante, más preocupada por los temores propios, esos que hoy se traducen en el miedo al contagio que tiene la población sana o joven, o al desabastecimiento y la acumulación, incluso, de papel higiénico, la crisis del coronavirus está haciendo aflorar, también y de forma cada vez más decisiva, una forma colectiva de miedo que nos afecta a todos no en tanto que meros individuos agregados, sino como colectividad o comunidad. Un miedo por el bienestar del otro, una apelación a la seguridad como protección no de uno mismo, sino de cualquier otro, de los vulnerables, los dependientes -que somos todos- o, y esto es del todo sustantivo, de lo común, de aquello que es de todos. Hay, en este miedo, una asunción o una constatación: el lugar que cada uno tenemos en la crisis del coronavirus ni es elegido ni es merecido. Unos tienen que seguir trabajando por estar ocupados en sectores hoy estratégicos, otros han perdido o van a perder el trabajo; unos han caído enfermos y otros no, unos corren el riesgo de perder la vida simplemente por haber nacido antes que el resto, pero ninguno ha elegido su lugar en este azar social y, por tanto, nadie merece ni es responsable de su suerte en esta lotería perversa.
Sin embargo, llevábamos demasiado tiempo socializándonos en una forma dominante de miedo, la que nos arroja a un futuro incierto que debemos, sin embargo, asumir o vivir como merecido, fruto de nuestra responsabilidad, de nuestras propias decisiones: si algo imprevisto me puede pasar, si puedo quedarme sin casa, sin trabajo, sin el lugar social laboriosamente conquistado, si mis sueños o deseos se pueden truncar del día a la mañana, o si pueden ser mis hijos los que se queden sin futuro; si ante una crisis puedo perder lo mucho o poco que he conseguido construir para mí o para los míos, entonces tengo que adelantarme, asegurarme, evitar riesgos para esquivar el mal que pueda sucederme. Tengo, así, que prever y calcular, invertir e intervenir en ese destino incierto y, claro, competir y luchar para lograrlo. Ganar o perder en una lucha contra el tiempo y el miedo. Y, claro, en esa búsqueda individual y angustiosa de seguridad, el otro ha acabado convirtiéndose más en una amenaza que en un igual con el que contar.
Este miedo, que evidentemente podemos definir como el resultado de la antropología o la subjetividad neoliberal, ha conducido a que en momentos de aparente normalidad solo podamos imaginar lo político como una ausencia: solo mis acciones y mis cálculos pueden darme seguridad ante la incertidumbre. Pero, en situaciones de crisis como la actual, esa política ausente tiende a aparecer bajo su forma invertida: un Estado fortaleza que actúa desde el lugar dejado vacío por una comunidad disuelta. La paradoja neoliberal es clara, hoy más que nunca: al anular lo político como fundamento de la vida social, sustituido por la búsqueda constante y angustiada de valor (la conversión de la acción en inversión, de la biografía en capital humano, del destino colectivo en el cálculo de riesgos individuales en pos de una seguridad siempre precaria y que nos enfrenta a los demás), pareciera como si la política solo pudiera confiar, cuando vienen mal dadas, en un Estado de excepción autoritario, único capaz de imponerse sobre la antropología egoísta que se ha desencadenado: un Leviatán para tiempos de excepción que las políticas recientes de EEUU y Gran Bretaña anuncia sin demasiado disimulo.
Pero, como decía, otra forma del miedo se afirma estos días en nuestro país. Lo apreciamos en los balcones que aplauden y en las fantasmáticas calles y plazas vacías. En comportamientos de un civismo y una preocupación por el cuidado del otro y de lo común impensables hace a penas unas semanas. Con todo, esta forma de miedo no es ancestral, tampoco el retorno a una suerte de naturalidad o autenticidad de las relaciones humanas negada por la artificialidad moderna o capitalista. Es, antes bien, el resultado de luchas, demandas y movilizaciones pasadas, pero también de aspiraciones y deseos presentes aún sin articularse o institucionalizarse plenamente. Es, en parte y solo en parte, herencia y memoria de la colonización del futuro que definió a los Estados occidentales después de la II Guerra Mundial: ese Estado del bienestar que se edificaba como resultado de la aseguración colectiva de los tiempos de vida y los cursos de acción. Pero no solo, y corremos el riesgo de quedar atrapados en la impotencia política si no somos capaces de pensar desde esta herencia, pero para ir más allá de ella, siempre más allá de ella. Entre otras cosas porque la contención de la incertidumbre, la integración social y temporal características de esa regulación fordista -o ese Estado keynesianismo-, tiene hoy suficientes límites como para obligarnos a evitar un repliegue nostálgico a los viejos buenos tiempos de la seguridad y la estabilidad.
Estos límites, sin duda complejos y en constante debate, refieren tanto a los horizontes temporales con los que somos capaces de imaginar y abordar el futuro (definidos hoy por una contracción temporal y, por tanto, por unos intervalos o plazos en la capacidad de previsión cada vez más estrechos) como espaciales (la evidente pérdida de soberanía de los Estado nacionales en favor de una globalización sin control político ni democrático, de la que la Unión Europea es cada vez más parte del problema que de su solución). Límites, también, dadas las mutaciones estructurales en el fundamento de esa aseguración colectiva de los Estados del bienestar, que no era otro que la universalización del trabajo asalariado como vía de acceso a la ciudadanía (al menos para la población masculina y autóctona de los Estados nacionales). Y, claro, límites a cuenta del declive inevitable de los imaginarios sociales que se asentaban en esa ecuación entre tiempo de vida, derecho al trabajo y condición ciudadana (vidas pautadas por la dupla consumo/trabajo, tiempos de vida organizados por las biografías y jerarquías laborales, sujeción de esa imaginación social a los tiempos productivos y consiguiente invisibilización de los tiempos reproductivos, ampliación de un tiempo de ocio como compensación del tiempo productivo antes que como su liberación o emancipación). Y límites, en fin, dada la inoperancia actual de la ecuación que dotaba de materialidad a toda esa arquitectura temporal: la que hacía coincidir, en dirección y sentido, el tiempo de los sujetos y el tiempo de la historia, vale decir, las vidas de trabajo y el progreso social, los proyectos individuales de vida y el crecimiento económico de los Estados.
Así que no, aquella regulación de los tiempos de vida, aquella aseguración colectiva del porvenir que conocimos hace décadas, no volverá, al menos no tal y como la conocimos. La ofensiva desde arriba a este modo de regulación social (financiarización de la economía, deslocalización y globalización, diferenciación acrecentada de las figuras productivas, robotización y sustitución de mano de obra por tecnología…), pero también y de manera no menos importante desde abajo (rechazo a la disciplina y los tiempos de la fábrica, rechazo, también, a hipotecar los tiempos de vida a los tiempos del empleo, a intercambiar libertad por seguridad en nuestros planes de vida, rechazo, por último, a definir las identidades desde los espacios laborales ocupados, a confinar el ser social al ser laboral…), junto a los límites estructurales antes señalados, hacen de esa organización social del miedo un recuerdo, políticamente sustantivo, sin duda, necesario también para apoyar toda reflexión política sobre la salida a la crisis actual, pero inútil si queda encerrado en la ensoñación melancólica de lo que fue y ya no será.
No, ante la posibilidad bien inmediata de una salida a la crisis que agudice los miedos individuales, la incertidumbre y el desamparo, necesitamos ir más allá de este recuerdo. Sabemos, además, que frente a nosotros las alternativas son conocidas, demasiado conocidas: un darwinismo social acentuado por los frenos maltusianos del coronavirus y gobernado por un Estado cuasi autoritario que contenga o reprima la contestación, la ira y el inmenso dolor social generado (el modelo anglosajón que se perfilaba las primeras semanas de la crisis); o una más o menos original combinación de economía de guerra y control inédito de las poblaciones vía big data, ejército y medios de comunicación enmudecidos (el modelo Shanghai). Si esta es la cruda alternativa que nos promete la continuación del neoliberalismo por otros medios, nos jugamos mucho en no idealizar y apostarlo todo a un keynesiansimo just in time que, en forma de reacción necesaria al ajuste económico (ya saben, aumento del déficit, inyección de liquidez y ayudas en forma de créditos a empresas, compensaciones a autónomos y asalariados, moratorias en pagos a la seguridad social o a suministros, en versiones light a lo Calviño o más republicanas y decididas a lo Macron o Conte), pretenda no solo contener los efectos de la crisis (y, dicho sea de paso, sin una profunda reforma fiscal el pan de hoy se convertirá en recortes para mañana), sino prefigurar un reordenamiento más justo de nuestros órdenes socio económicos
No, no nos queda más opción que pensar y actuar formas de bienestar inéditas o, al menos, renovadas, que partan, como poco, de la constatación de esos límites actuales de la vieja seguridad colectiva que pivotaba en torno a la producción, el derecho al trabajo y su universalización (o compensación en caso de ausencia temporal o definitiva). Es, creo, el momento de pensar desde lo que nos enseña ya la crisis del coronavirus: la necesidad de garantizar la existencia, la salud, el cuidado, la vivienda y la seguridad en las trayectorias de vida de todos y todas. Considerar al otro en tanto que otro, y no en tanto que empleado, desempleado, autónomo, precario, jubilado, recién llegado al mercado de trabajo… y un largo etcétera de distintas, y acaso enfrentadas, figuras productivas que buscan ser protegidas en función de la posición que ocupan en la muy desigual jerarquía socioeconómica. Un derecho a la existencia como socialización de lo común, de pensarnos como miembros de una comunidad abierta que nos protege y nos define con independencia de nuestro estatuto productivo: si el coronavirus no distingue, la protección y la seguridad ante el miedo no debe hacerlo. Y en esta reordenación social que surge de contener y organizar el miedo tal y como hoy se nos presenta, una herramienta aparece como indispensable, aunque no suficiente: rentas básicas y universales de ciudadanía. Si la vida en común y de cada uno debe ser garantizada, si la incertidumbre y el miedo al porvenir deben ser colectivamente conjurados, ya no podemos confiar en aquella vieja universalidad productivista hoy resquebrajada, pues ni es capaz de garantizar seguridad y bienestar, ni de forjar identidades viables al conjunto de las poblaciones. Tampoco su ausencia debe ser pensada ya como fruto de un accidente que podamos corregir o compensar. Es tiempo de pensar en otro futuro para el miedo.
La camaradería es el resultado de la solidaridad, del compromiso y de la disciplina. Es una práctica compleja, en la que se fracasa una vez para levantarse y fracasar mejor. A veces puede ser asfixiante, pero la mayor parte de las veces es liberadora. Somos nosotres en un sentido colectivo.
«Muchas personas dicen que la experiencia de haber participado en un laboratorio ciudadano les cambió la vida»
Si necesitamos pensar lo que nos está ocurriendo, ¿no sería importante que reflexionáramos sobre si lo que está sucediendo solo corrobora nuestras categorías y plantillas previas o si marca una diferencia aún por establecer?
A pesar de la omnipresencia de este debate, es necesario cubrir una carencia fundamental de la mayoría de estos discursos: rebatir el desdén generalizado ––en gran parte de las ocasiones automático; en otras sencillamente visceral–– hacia la nostalgia y, en consecuencia, hacia su poso melancólico.
¿tan importante es la relación que se da entre el mundo de lo lleno y de lo vaciado? Parece probable que sí, que sea necesario todo este despliegue orientado a disimular la naturaleza conflictiva de las relaciones sociales de lo vaciado, hacia dentro y hacia fuera, sobre todo porque todos los sujetos implicados arriesgan mucho en este juego.
El contexto Covid-19 nos trae un 'horror vacui' diferente, algo más angustiante que la patología psicológica conocida como 'fear of missing out' (FOMO), la posibilidad de que no nos estemos perdiendo nada porque nada está pasando y nada puede pasar.
Hoy más que nunca necesitamos disponer de horizontes de futuro confiables, asegurar nuestras vidas -y no para cualquier forma de vida, sino para una que valga la pena ser vivida- como condición de posibilidad de cualquier forma de libertad política (pues sabemos que sin seguridad y confianza en el porvenir no hay libertad sino miedo y servidumbre).
La serie es un éxito puesto que (re)construye cómo una ideología como la Alt-Right puede llegar a ser hegemónica y lo hace en una dialéctica constante con la realidad que vive la sociedad estadounidense y sus pilares racistas.
Las comunidades no se pueden descontextualizar de los modos de producción en las que están insertas, de las transformaciones que se producen y en las que son producidas por seres humanos en el paso de sus vidas.
El miedo de no saber qué demonios va a pasar con nuestra vida y con la de aquellos que queremos. El miedo de mirar al futuro y no saber qué esperar. El miedo de no ver un horizonte de posibilidad, sino un muro tras el cual no sabemos qué se esconde.
Las tesis que reproducimos a continuación fueron escritas por Bertolt Brecht en los años treinta, en el marco del debate con Gyorg Lukács sobre la definición de «realismo» en la literatura y el arte, así como el empleo del mismo por los artistas antifascistas.
«Es necesario un nuevo movimiento internacionalista y pacifista que en los diferentes países movilice los intereses de las grandes mayorías, que exija la toma de acciones para prevenir conflictos, y en particular que se pongan fuertes límites a las armas nucleares.»
La crítica política y social se consiguió transmitir desde la crítica cultural, en una alianza estética de raigambre nietzscheana en la que la música era un elemento de transformación radical. Este nuevo paradigma no había sido aprovechado por la izquierda tradicional, que dejó pasar el impulso que esta revolución cultural había traído.
Realismo capitalista es –haciendo de lo complejo sencillez y de las respuestas fáciles preguntas difíciles– una de las grandes obras políticas de nuestro siglo, la que emite algunas lecciones fácilmente numerables para las políticas del “deseo poscapitalista” en el siglo XXI.
En el sistema semiológico de Barthes el mito se presenta como una potencia naturalizadora, una herramienta de normalización. Por eso, en su descripción de las lógicas de funcionamiento del mito hay todo un intento de impugnar la normalidad de los quehaceres cotidianos
¿En qué se debe basar, entonces, nuestro hacer político y sus distintos modos? He aquí la pregunta fundamental. La respuesta por la que aquí apostamos es la autonomía, la capacidad del grupo para dotarse de sus propias reglas independientemente de factores externos.
La coyuntura tiene la singularidad de ser aquel momento sin el cual no se podrían visualizar ni reflexionar sobre determinados problemas políticos. Pensar la coyuntura implica, decía el epistemólogo crítico Hugo Zemelman, comprender el presente-potencial.
El necro-liberalismo asume de forma explícita y obscena la imposibilidad de conjugar el mantenimiento de la vida con el mantenimiento del orden político y económico, de ahí que se caracterice por hacer gala y enarbolar sin complejo alguno la bandera del desprecio a la vida.
La guerra en Ucrania sitúa en un primer plano la importante dependencia energética exterior de la UE y aboga por una aceleración en el proceso de transición verde acometida en toda su extensión.
De un tiempo a esta parte me interesan las figuraciones de clase. Historias que reivindican las formas de vida obreras, ficciones que no esencializan ni se edifican en el antagonismo social y que de algún modo liberan a la literatura obrera de sus tareas históricas.
Si ya no vemos igual, ni desde los mismos dispositivos, si cada vez hay más oferta de productos audiovisuales y el fútbol no mueve ficha, corre el riesgo de quedarse fuera de los nuevos mercados del consumo audiovisual.
"La pandemia ha enfatizado enormemente una tendencia que ya se estaba dibujando: una condición de miedo a la corporeidad, me atrevería a decir, incluso, una sensibilización fóbica hacia el cuerpo del otro."
Si el ecologismo desea tener una incidencia real en las disputas políticas del futuro inmediato (y es imprescindible que la tenga) no puede pasar por alto las peculiaridades y temporalidades de las diversas esferas de lo humano.
Gorriti es Filósofa, becaria doctoral CONICET y docente de la UNC. Autora de Nicos Poulantzas: una teoría materialista del Estado (Doble ciencia). Farrán es Filósofo, Investigador CONICET y docente de posgrado (Universidad Nacional de Córdoba). Autor de Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo), Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra) y Nodaléctica (La Cebra).
En medio de una pandemia mundial -donde el proceso productivo neoliberal en el que ya vivíamos condiciona nuestra manera de sentir, relacionarnos y también curarnos-lo último que se permite es adolecer. Nuestras pérdidas son rápidas, ocultadas, secretas, dejan un duelo mudo, pero igual de profundo, es un duelo arrebatado.
Hemos lanzado una batería de preguntas a distintos pensadores y pensadoras con el fin de acercarnos a un análisis no tanto de la crisis del coronavirus en sí, como de los distintos escenarios de futuro a que nos puede conducir su salida. Aquí las respuestas que nos ha dado Luciana Cadahia, filósofa argentina, autora de Mediaciones de lo sensible. Hacia una nueva economía crítica de los dispositivos (FCE, 2017) y El círculo mágico del Estado (Lengua de Trapo, 2019).
Como defendió Matt Colquhoun recientemente en su blog, la serie no es el capitalismo avanzando a través de la apropiación del sentimiento anticapitalista sino el sentimiento anticapitalista avanzando a través de la apropiación del capitalismo.
Disney no podría habernos ofrecido un simbolismo más explícito de su empresa ideológica: Una casa (propiedad privada) que requiere de nuevas, reformadas y más progresistas, formas dentro de la misma institución (familia) para poder recuperar la magia (herencia).
«La literatura, para mí, está presente en cada momento, en cada detalle de lo cotidiano, está sucediendo todo el tiempo. Pero, al mismo tiempo, qué difícil es lograr una buena traducción de la vida a las palabras, de la mente a las palabras.»
La pregunta que tenemos que hacernos es si preferimos vivir peor para mantener ciertos negocios o apostamos por mejorar la vida y forzar un desplazamiento productivo hacia otros sectores. Claramente lo que tiene que primar es la calidad de vida y lo que tiene que adaptarse es el modelo productivo, no al revés.
Hay una creencia generalizada de que el progreso de la ciencia es imparable y de que la tecnología todo lo puede. No cabe en nuestras mentes, pero especialmente en la de nuestros gobernantes, que pueda haber límites biofísicos y energéticos a lo que somos capaces de hacer
'Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario' no es un libro más, descubre el hilo común del pensamiento reaccionario contemporáneo y, a la vez, hace un ejercicio de arqueología brillante para responder a las entelequias de un obrerismo que pretende invocar a una clase obrera que jamás existió.
Más que luchar por una u otra interpretación, una misión muy loable pero que para mí aún es dudosa en el ejercicio de la crítica cultural, la indefinición de lo afectivo nos debe conducir a identificar a qué anhelos desarticulados apela la cultura popular.
Aquí las respuestas que nos ha dado Santiago Alba Rico, escritor, ensayista y filósofo, autor, entre otros, de Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado (Anagrama, 1995), Leer con niños (Caballo de Troya, 2007), Islamofobia: nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015) y Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017).
«Leí tu libro la semana pasada y me sentí como si saliera a tomar aire después de pasar mucho tiempo bajo el agua. Me gustaría agradecerle de todo corazón que haya expresado de forma tan elocuente casi todo lo que había que decir, y que haya proporcionado una razón para la esperanza, cuando yo estaba a punto de desesperar.»
No es nuevo decir que, tras décadas de neoliberalismo, la responsabilidad sobre el empleo descansa cada vez más sobre los propios individuos. Cada vez son más los programas educativos que añaden en sus currículos una nueva y apetecible competencia: la empleabilidad.
La afirmación de Wittgenstein de que no existe “aplicación” de una regla porque la instancia de aplicación es interna a la propia regla y, como consecuencia, la transforma, es totalmente válida como principio rector para escribir una tesis.
Actualmente el debate se ha simplificado a partir de la categoría de "lo posmo", de manera que si te preocupa lo estético para construirte como sujeto, parece que estás abandonando la lucha de clases.
¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo plebeyo la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? No es casual que el pueblo aparezca como el lugar de una sospecha y las élites queden, astutamente, sustraídas de la escena.
Cabe cuestionarse si a estos "liberales" alguna vez les importó algo más que su persona, si aquella condescendencia de clase no supone en realidad un brillante ejemplo de conciencia de clase –de clase privilegiada, por supuesto– a la que le duró demasiado el disfraz democrático y popular.
En este marco el ámbito de la cultura cobra especial importancia en la consecución de la hegemonía, proceso a través del cual se universalizan intereses y afectos, en palabras de Gramsci, “la conquista del poder cultural es previa a la del poder político”.
Este artículo fue publicado originalmente por Stuart Hall en la revista Universities & Left Review, en el otoño de 1958, un momento en el que las transformaciones del capitalismo y de la izquierda después de la Segunda Guerra Mundial estaban cambiando Gran Bretaña y el mundo para siempre. La traducción al español es de Manuel Romero.
Con el verano liberamos algo de tiempo libre para dedicar a la lectura, al cine o simplemente a no hacer nada. En el IECCS hemos recopilado algunos títulos de ensayos y novelas para que podáis disfrutarlas durante el mes de agosto, y hacer así algo más ameno este calor insufrible.
¿Qué pasa si dejamos de considerar a la propiedad como algo sagrado y “permanente”, que incluso trasciende al individuo (y su supuesto esfuerzo) hasta sus herederos, y empezamos a considerar que esta es imposible sin un complejo sistema de relaciones sociales colectivas que la sostiene desde su origen?
El duelo, mientras haya recuerdo, afecto, es inevitable. La cuestión consiste en hacer un duelo sano, que sea llevable, en una existencia y una pérdida de la que el sujeto sea capaz de hacerse cargo.
En definitiva, en el Manifiesto la ciencia le habla a la política como un cliente exigente que demanda aquellos servicios por los que paga. Esta posición no es nueva. Viene construyéndose desde hace décadas, en especial desde el mercado hacia el Estado.
Este texto es un informe presentado el 20 de enero de 2017 en el marco de la sesión ¿Quiénes son los comunistas? de la Conferencia de Roma sobre el Comunismo. Fue publicado originalmente en italiano con el título Chi sono i comunisti en la página web del colectivo Euronomade, y traducido ahora al castellano por Manuel Romero.
En estas líneas comparto con las compañeras y compañeros de España algunas reflexiones sobre las elecciones del pasado 15 y 16 de mayo en Chile y su relación con la rebelión popular que se inició en octubre del 2019. Primeras impresiones que destilan optimismo por los resultados favorables para las fuerzas políticas transformadoras que obtuvieron la mayoría de los escaños en la Convención que redactará la nueva Constitución Política, una Convención con paridad de género y 17 representantes de los pueblos indígenas.
Series como 'Succession' sirven para detectar la corrosión del poder, la política y el dinero mientras nos deleitamos con las disfunciones psicológicas de sus protagonistas. Si la serie sirve para cartografiar el capitalismo multinacional es gracias a su efecto de “totalidad”.
El valor de los libros de Peter Frase, Olin Wright y Aaron Bastani reside en su capacidad para darle la vuelta al famoso dictum de Jameson e imaginar que el neoliberalismo no existe. Hay una potencia afirmativa en esa negación que no es una cuestión menor.
El pensamiento de Davis, como buen materialista y marxista, operaba en continuo diálogo con el ruido del presente, con sus obstáculos, sus rugosidades y pliegues, sus pervivencias, sus proyecciones y posibilidades.
Habitualmente se entiende que la ciencia ficción, precisamente por su carácter especulativo, es un género con una relación particular con el progresismo y la izquierda. Sin que esto sea necesariamente falso, la realidad es que la historia del género está llena de grandes figuras y obras notables con relación directa con posturas reaccionarias e incluso con el fanatismo religioso.
Pese a que son siglos lo que nos separa de los escritos de Burke, su definición de lo sublime parece ajustarse al milímetro a la situación actual, y nos da las claves para entender por qué podemos experimentar placer estético en las consecuencias de una pandemia.
¿Y si las plataformas y su modelo de explotación basado en la extracción de datos hubieran sido solo un impasse en el proceso de construcción del Internet que finalmente se estabilizará en el futuro?
La transformación digital sigue hoy una dirección marcada por las políticas del momento, que favorecen la concentración empresarial, la extracción masiva y la acumulación de poder. Pero, como sucedió a principios del siglo pasado, estos criterios políticos pueden cambiarse.
Somos mucho más rentables como espectadores-consumidores de contenido en plataformas ya que, si la televisión entraba en nuestra casa para ofrecernos entretenimiento a cambio de un porcentaje de tiempo invertido en publicidad, esta nueva forma de extracción de beneficios entra directamente en nuestro cuerpo, para buscar beneficios en los datos derivados de nuestro comportamiento.
El video presidencial en inglés siguen revelando datos importantes del relato que el gobierno está cocinando, en él se resignifican dos de las imágenes con las que se ha caracterizado al régimen uribista de Duque: la del títere y la del hombre desconectado de la realidad.
Al igual que los Shelby, podemos contemplar nuestras sociedades y afirmar que las élites son despiadadas, crueles e insolidarias. Sin embargo, conviene separarse de ellos a la hora de configurar el futuro a perseguir, uno en el que no quepan egoísmos narcisistas ni tradiciones opresoras.
La digitalización, que sigue un progreso exponencial según la ley de Moore, permite concebir, incluso a corto plazo, una sociedad en la que las máquinas realicen la mayor parte de las tareas, dejando a los humanos mucho tiempo para el autodesarrollo.
Como dice Eva Illouz en el prólogo del libro de Horvat, parece que el capitalismo nos ha arrebatado la capacidad de amar de manera radical. Nos encontramos ante la imposibilidad de replantear un concepto que parece haber quedado diluido entre las crisis del neoliberalismo.
El verano y las vacaciones se agotan, y también el tiempo libre para dedicar a la lectura, al cine o simplemente a no hacer nada. En el IECCS hemos recopilado algunos títulos de ensayos, novelas, películas y documentales para que puedas disfrutarlas durante el mes de agosto.
En suma, Mercado y Estado no son términos antitéticos, sino necesariamente complementarios. Pero decimos más: no se trata sólo de considerar que ambas realidades son dependientes históricamente, sino de enfatizar que sus componentes estructurales están tan sumamente involucrados que sus contornos llegan a hacerse borrosos, hasta el punto de confundirse.
Este texto se publica en el marco del debate que tuvo lugar en el seminario "Marx y El Capital en el mundo contemporáneo" entre Jesús Rodríguez y Manuel Romero a propósito del lugar de lo político en la teoría marxista.
Los nuevos periodistas crecen sabiendo que su futuro es un campo de minas, estudian una carrera muy mal estructurada y muy exigente y, como recompensa a todo ese aguante, obtienen un puesto mal remunerado, tremendamente esclavo y, por supuesto, inestable y frágil.
Creo que hay pocas definiciones más hermosas de democracia que aquella que reconoce no ser más que el esfuerzo que realizamos conjuntamente para definir a oscuras, acompañado por otros tan ciegos como nosotros mismos, qué es bueno y qué es malo.