Habitualmente se entiende que la ciencia ficción, precisamente por su carácter especulativo, es un género con una relación particular con el progresismo y la izquierda. Sin que esto sea necesariamente falso, la realidad es que la historia del género está llena de grandes figuras y obras notables con relación directa con posturas reaccionarias e incluso con el fanatismo religioso.
Hace poco Jacobin publicaba un artículo firmado por Chris Dite y titulado «What Draws Us to the Reactionary Darkness of Dune?». Al contrario de lo que nos tienen acostumbrados titulares de este estilo, Dite plantea la pregunta de forma honesta y procede a contrastar la popularidad de la novela entre la izquierda radical y la contracultura de los años sesenta con las posturas abiertamente reaccionarias de su autor, Frank Herbert, libertario incorregible, miembro de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y partidario de Richard Nixon y Ronald Reagan. Las particularidades de la ideología política de Herbert no tendrían demasiada trascendencia si no se pudiera decir que estas se trasladan a su obra pero, como suele ser lo más habitual, una lectura detenida de Dune muestra que esto, en el libro, es en gran parte cierto.
Pese a todo no es muy difícil entender el impacto que tuvo la novela, publicada por primera vez por entregas en 1963, en los crecientes movimientos contraculturales y psicodélicos de la década en los EEUU y más allá. Al fin y al cabo, Dune contiene una mezcolanza sugerente de temas que se despertaban en la mentalidad radical del momento: el antiimperialismo, el orientalismo mistificante y el uso de la psicotrópica especia para la transformación de la conciencia, tanto individual como política. La novela recurre a Paul Atreides, su joven protagonista, como inesperado mesías de los fremen, el pueblo autóctono del planeta desértico Arrakis, también llamado Dune. Las resonancias de esta narrativa con los movimientos de liberación poscolonial de Vietnam o Argelia eran más que evidentes en un momento donde el maoísmo y el nacionalismo negro empezaba a tomar fuerza en los EEUU, donde los musulmanes más famosos del país eran Malcolm X y Muhammad Ali y donde las religiones orientales empezaban a abrirse paso en la contracultura, si bien todavía bajo una mistificación ingenua. Mucho había cambiado desde que, apenas diez años atrás, la sutil alegoría racial de Richard Matheson en su Soy leyenda (1954) era lo más radical que uno podía encontrarse en la literatura especulativa popular.
Habitualmente se entiende que la ciencia ficción, precisamente por su carácter especulativo, es un género con una relación particular con el progresismo y la izquierda. Sin que esto sea necesariamente falso, la realidad es que la historia del género está llena de grandes figuras y obras notables con relación directa con posturas reaccionarias e incluso con el fanatismo religioso. Orson Scott Card, autor de la famosa saga de El juego de Ender, es un mormón fervientemente homófobo que ha sido partidario de numerosos candidatos republicanos y mostró su apoyo la Guerra de Irak. L. Ron Hubbard podría haber pasado a la historia como uno de los autores de ciencia ficción más prolíficos de todos los tiempos, pero hoy en día es más conocido por haber fundado la Iglesia de la Cienciología. El profundo pánico xenófobo de H.P. Lovecraft es reconocible en multitud de sus relatos. Pero el caso más señalado seguramente sea el de Robert A. Heinlein, a quien Fredric Jameson consideraba «a mi pesar, el mejor escritor de ciencia ficción de EEUU». Heinlein fue un feroz anticomunista y militarista de posguerra cuyas novelas, muchas entre las más populares y galardonadas de su tiempo, se deslizan entre un nietzscheanismo aristocrático a lo que puede ser descrito perfectamente como posiciones filofascistas.
El caso de Heinlein es especialmente interesante no ya por ser un pionero de la ciencia ficción literaria sino porque el particular carácter de la adaptación cinematográfica de su novela Starship Troopers de la mano de Paul Verhoeven, director de Robocop (1987) y Desafío Total (1990). La novela, publicada en 1959 y ganadora en 1960 del premio Hugo (el más prestigioso dentro de la ciencia ficción literaria), es un claro alegato militarista que pese a todo tiene problemas para equilibrar su apasionado elogio de la disciplina y el uniforme con un latente libertarianismo que conduce a momentos de individualismo extremo y obsesiva sospecha ante todo lo que tenga un deje de colectivo. La política de Heinlein, aunque confusa, no deja muchas dudas en dónde se inserta dentro del panorama ideológico de las primeras etapas de la Guerra Fría en los EEUU. La adaptación de Verhoeven, estrenada en 1997, ironiza con el militarismo de Heinlein hasta convertirlo en una parodia de sí mismo. Si bien, como explica M. Keith Booker, «es un indicador del extremismo de la ideología de Heinlein que Verhoeven, en su retrato distópico de la Federación militarista, no exagera la visión de Heinlein, sino que de hecho apenas hace de mediador.» [1] Sin embargo, también es fundamental apuntar al contraste en los contextos de producción y recepción de la novela y de la adaptación, la primera en un punto álgido de paranoia anticomunista y el pánico nuclear y la segunda rodeada del difuso sentido de triunfo neoliberal que inundó los años noventa tras la caída de la URSS y que llevó a Fukuyama a declarar «El Fin de la Historia», la alianza definitiva y supuestamente imbatible entre el capitalismo y la democracia liberal [2]. Lo que en un primer contexto parecía servir como alegato belicista en el segundo resuena como parodia de un Imperio cuyo militarismo ahora parece histriónico, si bien esta muerte por ridículo rápidamente encontraría su resurrección de la mano del 11-S y la así llamada «Guerra contra el terror».
No es de extrañar por tanto que hoy en día nos volvamos a preguntar por las particularidades del supuesto mensaje político de Dune en el momento en el que se estrena la primera entrega de una nueva adaptación de mano del director canadiense Denis Villeneuve, cuyo solemne y monumental estilo no podía estar más lejos del histrionismo satírico de Verhoeven, y en un contexto político y social particularmente distinto al de la publicación de la novela de Herbert. Es posible argumentar que el mensaje político de Dune es más matizable y complejo (por no decir confuso) que el de la novela de Heinlein. No cabe duda de que el retrato de los Fremen cae en una representación estereotípica del Otro como figura orientalizada, mistificada y dotada de una conexión aparentemente mágica con la naturaleza, tan increíble como la conversión de Paul en mesías yihadista que combina de forma sorprendente la figura del “white savior” con una confusión entre revolución anticolonial y alzamiento fundamentalista. La verdad es que Herbert tampoco es acrítico con el mesianismo fanático de Paul, quien poco a poco se va convirtiendo, a medida que avanza la saga, en el genocida más sangriento de la historia del Universo.
Todo se vuelve más complicado, si bien más interesante, con el supuesto mensaje ecologista de la novela. Villenueve ha expresado que su interés por adaptar la obra maestra de Herbert precisamente por la actualidad que él percibe en su mensaje. Para el director canadiense, Dune “trata sobre la necesidad de los humanos de labrarnos un destino para cambiar el mundo, y es una especie de llamada a la acción para cambiar las cosas, específicamente para la juventud», como declaró en una entrevista. «Tenemos que cambiar nuestras formas de vivir», continúa Villeneuve, «Tenemos la necesidad de cambiar la forma en la que nos relacionamos con la naturaleza y con el mundo, y eso requiere mucho coraje y valores. Y creo que Dune es una llamada a eso.»
Aunque lo más preocupante pueda ser lo vagas que resultan estas extrañas alusiones de Villenueve a la necesidad de cambiar, la realidad es que la novela y por extensión la película contiene su particular crítica a la sociedad extractivista y al statu quo como para poder pasar como una épica de transformación radical ante la amenaza del colapso que, por razones evidentes, es un discurso tan necesario de disputar hoy en día. Es cierto que el retrato de los fremen es ciertamente orientalista y que su relación con la naturaleza cae en una romantización muy lejana de un ecologismo materialista y resolutivo, pero también que su figuración de la sociedad galáctica, como un imperio colonialista decadente, puede tener sus resonancias con una agencia revolucionaria que contiene un fuerte elemento de, al menos, reconocimiento de la relación particular entre la actividad humana y su entorno.
Pero Dune no solo resuena en nuestro momento por sus connotaciones ecologistas, sino por su relación particular con un omnipresente sentido de inminencia del colapso que no solo incluye la crisis ecológica. No cabe duda de que la última década ha visto, desde la crisis de 2008 en adelante, una profundización de la desconfianza ante las instituciones de las democracias liberales, que son percibidas como aparatos decadentes e ineficientes, mientras los regímenes totalitarios se demuestran más capaces en la gestión del capitalismo. El supuesto Fin de la Historia de Fukuyama, donde el capitalismo y la democracia liberal mantenían una supuesta sinergia imbatible, parece hoy en día más que finiquitado. Esta desconfianza en el establishment ha alimentado numerosos e importantísimos movimientos de izquierda por todo el globo, pero la realidad es que también ha servido para el reordenamiento de un repliegue etno-nacionalista que ha auspiciado el mayor auge de la extrema derecha en mucho tiempo. La nueva amenaza de que, frente al fracaso de la democracia liberal y del capitalismo tardío de mantener sus promesas, la respuesta sea el advenimiento de una ola reaccionaria y tanatopolítica donde, por la aún pegajosa imposibilidad de pensar lo segundo frente a lo primero, el pronóstico político es más bien el fin del mundo que el fin del capitalismo. El sentimiento agobiante de colapso va mucho más allá de la crisis ecológica (aunque esta sea buena parte del mismo), e incluye la amenaza de que la escasez y la turbulencia social pueda ser coaptada por políticas sanguinarias como el exterminismo del que habla Peter Frase [3]. Se trata de algo aparentemente peor que el realismo capitalista de Fisher: ya no sólo somos incapaces de imaginar un sistema económico diferente, sino que podemos predecir como una posibilidad muy real el retraimiento de nuestro sistema político a las políticas sanguinarias del fascismo y del totalitarismo cibernético.
Creo que no es difícil entender, en este panorama, donde se encuadra la narrativa de Dune. La crítica a las anquilosadas instituciones decadentes, un cinismo político general sobre la necesidad del conflicto armado y la idea de una confrontación apocalíptica, de tintes mesiánicos y religiosos como reacción al colapso energético, forman sin duda parte del libro. Pero lo que quizás sea más importante es el tono de la adaptación cinematográfica de Villeneuve, de una solemnidad visual y auditiva espectacular, que con una precisión tan terroríficamente fina parece haber logrado capturar en la película la asfixiante tonalidad afectiva de inminente muerte colectiva. Lo realmente terrorífico de Dune es comprobar cómo es la ciencia ficción paralizante y opresiva, desde Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013) a Aniquilación (Alex Garland, 2018) y en parte La llegada (2016) y Blade Runner 2049 (2017) del propio Villeneuve, la que mejor ha sabido capturar el sentimiento colectivo de catástrofe y desastre que nos asola y la que nos ha proporcionado la mayor parte del mejor cine de ciencia ficción de los últimos diez años.
Todo esto puede ser cierto, y podríamos discutir mucho más sobre las particularidades del relato de Dune que la hacen más o menos expresiva de una conciencia ecologista o de un ecofascismo mesiánico. La realidad es que seguramente este debate no tenga mucha cabida en estas líneas y que, como con tantas otras cosas, la recepción y el legado de la adaptación cinematográfica escape a nuestro control. Nada de esto ha de confundirse con un moralismo inoperante que pretenda hacer sentir culpable a nadie por ir al cine. Dune es perfectamente disfrutable como lo que seguramente sea antes que nada: un espectáculo visual y sonoro encumbrado por el formidable estilo, y un pensamiento moralista que reduzca todo al binarismo de lo bueno y lo malo, o que pretenda sacar un exceso de lecturas morales a la estética, solo puede ser inoperante frente a la necesidad de comprender qué dicen las últimas apuestas de la industria cultural sobre el pronóstico de la inminente transformación radical del mundo (para bien o para mal). Parece acertado concluir que Dune, especialmente gracias a la majestuosidad formal de Villeneuve, ha sabido capturar con precisión una tonalidad afectiva general enfrentada a la inminencia del colapso, pero en el momento de querer dar salida a esa intuición trágica las cosas aparecen, por usar una palabra un tanto abusada, problemáticas. Si uno quiere tomar como válida la tesis de Jameson de que todo producto cultural, especialmente el comercial, tiene un contenido utópico implícito [4] (y yo sí considero cierta esta tesis), la película de Villeneuve seguramente no quede en un lugar muy halagador. Como síntoma, la espectacular visión catastrófica del director canadiense parece irrefutable. Como proyección utópica parece exactamente todo lo que es necesario combatir en el relato.
[1] M. Keith Booker, Monsters, Mushroom Clouds, and the Cold War. American Science Fiction and the Roots of Postmodernism, 1946-1964, (Westword: Greenwood Press, 2001), 55.
[2] Francis Fukuyama, El fin de la historia (Madrid: Alianza, 2015).
[3] Peter Frase, Four Futures (Londres y NuevaYork: Verso, 2016).
[4] Fredric Jameson, “Reification and Utopia in Mass Culture”, Social Text, no. 1 (1979), 130-148.
El duelo, mientras haya recuerdo, afecto, es inevitable. La cuestión consiste en hacer un duelo sano, que sea llevable, en una existencia y una pérdida de la que el sujeto sea capaz de hacerse cargo.
La crítica política y social se consiguió transmitir desde la crítica cultural, en una alianza estética de raigambre nietzscheana en la que la música era un elemento de transformación radical. Este nuevo paradigma no había sido aprovechado por la izquierda tradicional, que dejó pasar el impulso que esta revolución cultural había traído.
La digitalización, que sigue un progreso exponencial según la ley de Moore, permite concebir, incluso a corto plazo, una sociedad en la que las máquinas realicen la mayor parte de las tareas, dejando a los humanos mucho tiempo para el autodesarrollo.
En el sistema semiológico de Barthes el mito se presenta como una potencia naturalizadora, una herramienta de normalización. Por eso, en su descripción de las lógicas de funcionamiento del mito hay todo un intento de impugnar la normalidad de los quehaceres cotidianos
¿Qué pasa si dejamos de considerar a la propiedad como algo sagrado y “permanente”, que incluso trasciende al individuo (y su supuesto esfuerzo) hasta sus herederos, y empezamos a considerar que esta es imposible sin un complejo sistema de relaciones sociales colectivas que la sostiene desde su origen?
En definitiva, en el Manifiesto la ciencia le habla a la política como un cliente exigente que demanda aquellos servicios por los que paga. Esta posición no es nueva. Viene construyéndose desde hace décadas, en especial desde el mercado hacia el Estado.
Las comunidades no se pueden descontextualizar de los modos de producción en las que están insertas, de las transformaciones que se producen y en las que son producidas por seres humanos en el paso de sus vidas.
De un tiempo a esta parte me interesan las figuraciones de clase. Historias que reivindican las formas de vida obreras, ficciones que no esencializan ni se edifican en el antagonismo social y que de algún modo liberan a la literatura obrera de sus tareas históricas.
El video presidencial en inglés siguen revelando datos importantes del relato que el gobierno está cocinando, en él se resignifican dos de las imágenes con las que se ha caracterizado al régimen uribista de Duque: la del títere y la del hombre desconectado de la realidad.
Aquí las respuestas que nos ha dado Santiago Alba Rico, escritor, ensayista y filósofo, autor, entre otros, de Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado (Anagrama, 1995), Leer con niños (Caballo de Troya, 2007), Islamofobia: nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015) y Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017).
El verano y las vacaciones se agotan, y también el tiempo libre para dedicar a la lectura, al cine o simplemente a no hacer nada. En el IECCS hemos recopilado algunos títulos de ensayos, novelas, películas y documentales para que puedas disfrutarlas durante el mes de agosto.
Cabe cuestionarse si a estos "liberales" alguna vez les importó algo más que su persona, si aquella condescendencia de clase no supone en realidad un brillante ejemplo de conciencia de clase –de clase privilegiada, por supuesto– a la que le duró demasiado el disfraz democrático y popular.
En estas líneas comparto con las compañeras y compañeros de España algunas reflexiones sobre las elecciones del pasado 15 y 16 de mayo en Chile y su relación con la rebelión popular que se inició en octubre del 2019. Primeras impresiones que destilan optimismo por los resultados favorables para las fuerzas políticas transformadoras que obtuvieron la mayoría de los escaños en la Convención que redactará la nueva Constitución Política, una Convención con paridad de género y 17 representantes de los pueblos indígenas.
El pensamiento de Davis, como buen materialista y marxista, operaba en continuo diálogo con el ruido del presente, con sus obstáculos, sus rugosidades y pliegues, sus pervivencias, sus proyecciones y posibilidades.
Realismo capitalista es –haciendo de lo complejo sencillez y de las respuestas fáciles preguntas difíciles– una de las grandes obras políticas de nuestro siglo, la que emite algunas lecciones fácilmente numerables para las políticas del “deseo poscapitalista” en el siglo XXI.
La afirmación de Wittgenstein de que no existe “aplicación” de una regla porque la instancia de aplicación es interna a la propia regla y, como consecuencia, la transforma, es totalmente válida como principio rector para escribir una tesis.
El miedo de no saber qué demonios va a pasar con nuestra vida y con la de aquellos que queremos. El miedo de mirar al futuro y no saber qué esperar. El miedo de no ver un horizonte de posibilidad, sino un muro tras el cual no sabemos qué se esconde.
Si necesitamos pensar lo que nos está ocurriendo, ¿no sería importante que reflexionáramos sobre si lo que está sucediendo solo corrobora nuestras categorías y plantillas previas o si marca una diferencia aún por establecer?
Gorriti es Filósofa, becaria doctoral CONICET y docente de la UNC. Autora de Nicos Poulantzas: una teoría materialista del Estado (Doble ciencia). Farrán es Filósofo, Investigador CONICET y docente de posgrado (Universidad Nacional de Córdoba). Autor de Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo), Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra) y Nodaléctica (La Cebra).
En suma, Mercado y Estado no son términos antitéticos, sino necesariamente complementarios. Pero decimos más: no se trata sólo de considerar que ambas realidades son dependientes históricamente, sino de enfatizar que sus componentes estructurales están tan sumamente involucrados que sus contornos llegan a hacerse borrosos, hasta el punto de confundirse.
Disney no podría habernos ofrecido un simbolismo más explícito de su empresa ideológica: Una casa (propiedad privada) que requiere de nuevas, reformadas y más progresistas, formas dentro de la misma institución (familia) para poder recuperar la magia (herencia).
Pese a que son siglos lo que nos separa de los escritos de Burke, su definición de lo sublime parece ajustarse al milímetro a la situación actual, y nos da las claves para entender por qué podemos experimentar placer estético en las consecuencias de una pandemia.
Como defendió Matt Colquhoun recientemente en su blog, la serie no es el capitalismo avanzando a través de la apropiación del sentimiento anticapitalista sino el sentimiento anticapitalista avanzando a través de la apropiación del capitalismo.
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Series como 'Succession' sirven para detectar la corrosión del poder, la política y el dinero mientras nos deleitamos con las disfunciones psicológicas de sus protagonistas. Si la serie sirve para cartografiar el capitalismo multinacional es gracias a su efecto de “totalidad”.
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El contexto Covid-19 nos trae un 'horror vacui' diferente, algo más angustiante que la patología psicológica conocida como 'fear of missing out' (FOMO), la posibilidad de que no nos estemos perdiendo nada porque nada está pasando y nada puede pasar.
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«Es necesario un nuevo movimiento internacionalista y pacifista que en los diferentes países movilice los intereses de las grandes mayorías, que exija la toma de acciones para prevenir conflictos, y en particular que se pongan fuertes límites a las armas nucleares.»
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«Muchas personas dicen que la experiencia de haber participado en un laboratorio ciudadano les cambió la vida»
No es nuevo decir que, tras décadas de neoliberalismo, la responsabilidad sobre el empleo descansa cada vez más sobre los propios individuos. Cada vez son más los programas educativos que añaden en sus currículos una nueva y apetecible competencia: la empleabilidad.
Si ya no vemos igual, ni desde los mismos dispositivos, si cada vez hay más oferta de productos audiovisuales y el fútbol no mueve ficha, corre el riesgo de quedarse fuera de los nuevos mercados del consumo audiovisual.
La serie es un éxito puesto que (re)construye cómo una ideología como la Alt-Right puede llegar a ser hegemónica y lo hace en una dialéctica constante con la realidad que vive la sociedad estadounidense y sus pilares racistas.
'Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario' no es un libro más, descubre el hilo común del pensamiento reaccionario contemporáneo y, a la vez, hace un ejercicio de arqueología brillante para responder a las entelequias de un obrerismo que pretende invocar a una clase obrera que jamás existió.
Los nuevos periodistas crecen sabiendo que su futuro es un campo de minas, estudian una carrera muy mal estructurada y muy exigente y, como recompensa a todo ese aguante, obtienen un puesto mal remunerado, tremendamente esclavo y, por supuesto, inestable y frágil.
La coyuntura tiene la singularidad de ser aquel momento sin el cual no se podrían visualizar ni reflexionar sobre determinados problemas políticos. Pensar la coyuntura implica, decía el epistemólogo crítico Hugo Zemelman, comprender el presente-potencial.
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La pregunta que tenemos que hacernos es si preferimos vivir peor para mantener ciertos negocios o apostamos por mejorar la vida y forzar un desplazamiento productivo hacia otros sectores. Claramente lo que tiene que primar es la calidad de vida y lo que tiene que adaptarse es el modelo productivo, no al revés.
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¿En qué se debe basar, entonces, nuestro hacer político y sus distintos modos? He aquí la pregunta fundamental. La respuesta por la que aquí apostamos es la autonomía, la capacidad del grupo para dotarse de sus propias reglas independientemente de factores externos.
En medio de una pandemia mundial -donde el proceso productivo neoliberal en el que ya vivíamos condiciona nuestra manera de sentir, relacionarnos y también curarnos-lo último que se permite es adolecer. Nuestras pérdidas son rápidas, ocultadas, secretas, dejan un duelo mudo, pero igual de profundo, es un duelo arrebatado.
Hoy más que nunca necesitamos disponer de horizontes de futuro confiables, asegurar nuestras vidas -y no para cualquier forma de vida, sino para una que valga la pena ser vivida- como condición de posibilidad de cualquier forma de libertad política (pues sabemos que sin seguridad y confianza en el porvenir no hay libertad sino miedo y servidumbre).
La transformación digital sigue hoy una dirección marcada por las políticas del momento, que favorecen la concentración empresarial, la extracción masiva y la acumulación de poder. Pero, como sucedió a principios del siglo pasado, estos criterios políticos pueden cambiarse.
Al igual que los Shelby, podemos contemplar nuestras sociedades y afirmar que las élites son despiadadas, crueles e insolidarias. Sin embargo, conviene separarse de ellos a la hora de configurar el futuro a perseguir, uno en el que no quepan egoísmos narcisistas ni tradiciones opresoras.
Este texto se publica en el marco del debate que tuvo lugar en el seminario "Marx y El Capital en el mundo contemporáneo" entre Jesús Rodríguez y Manuel Romero a propósito del lugar de lo político en la teoría marxista.
Somos mucho más rentables como espectadores-consumidores de contenido en plataformas ya que, si la televisión entraba en nuestra casa para ofrecernos entretenimiento a cambio de un porcentaje de tiempo invertido en publicidad, esta nueva forma de extracción de beneficios entra directamente en nuestro cuerpo, para buscar beneficios en los datos derivados de nuestro comportamiento.
«Leí tu libro la semana pasada y me sentí como si saliera a tomar aire después de pasar mucho tiempo bajo el agua. Me gustaría agradecerle de todo corazón que haya expresado de forma tan elocuente casi todo lo que había que decir, y que haya proporcionado una razón para la esperanza, cuando yo estaba a punto de desesperar.»
Más que luchar por una u otra interpretación, una misión muy loable pero que para mí aún es dudosa en el ejercicio de la crítica cultural, la indefinición de lo afectivo nos debe conducir a identificar a qué anhelos desarticulados apela la cultura popular.
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¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo plebeyo la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? No es casual que el pueblo aparezca como el lugar de una sospecha y las élites queden, astutamente, sustraídas de la escena.
Creo que hay pocas definiciones más hermosas de democracia que aquella que reconoce no ser más que el esfuerzo que realizamos conjuntamente para definir a oscuras, acompañado por otros tan ciegos como nosotros mismos, qué es bueno y qué es malo.
«La literatura, para mí, está presente en cada momento, en cada detalle de lo cotidiano, está sucediendo todo el tiempo. Pero, al mismo tiempo, qué difícil es lograr una buena traducción de la vida a las palabras, de la mente a las palabras.»
El necro-liberalismo asume de forma explícita y obscena la imposibilidad de conjugar el mantenimiento de la vida con el mantenimiento del orden político y económico, de ahí que se caracterice por hacer gala y enarbolar sin complejo alguno la bandera del desprecio a la vida.
"La pandemia ha enfatizado enormemente una tendencia que ya se estaba dibujando: una condición de miedo a la corporeidad, me atrevería a decir, incluso, una sensibilización fóbica hacia el cuerpo del otro."
Hay una creencia generalizada de que el progreso de la ciencia es imparable y de que la tecnología todo lo puede. No cabe en nuestras mentes, pero especialmente en la de nuestros gobernantes, que pueda haber límites biofísicos y energéticos a lo que somos capaces de hacer
Hemos lanzado una batería de preguntas a distintos pensadores y pensadoras con el fin de acercarnos a un análisis no tanto de la crisis del coronavirus en sí, como de los distintos escenarios de futuro a que nos puede conducir su salida. Aquí las respuestas que nos ha dado Luciana Cadahia, filósofa argentina, autora de Mediaciones de lo sensible. Hacia una nueva economía crítica de los dispositivos (FCE, 2017) y El círculo mágico del Estado (Lengua de Trapo, 2019).