La digitalización, que sigue un progreso exponencial según la ley de Moore, permite concebir, incluso a corto plazo, una sociedad en la que las máquinas realicen la mayor parte de las tareas, dejando a los humanos mucho tiempo para el autodesarrollo.
Podría decirse que el pensamiento marxista, desde sus inicios y especialmente a partir de los debates en torno a las diferentes experiencias nacionales de construcción del socialismo, ha estado sometido a una tensión particular: productivismo frente antiproductivismo, centralidad normativa del trabajo frente a «desprecio» del mismo, etc. Siempre estuvo claro que la crítica de la economía política de Marx aspiraba a la abolición de la propiedad privada de los medios de producción: como es bien sabido, incluso los textos más sencillos o «divulgativos», por así decirlo, como el Manifiesto Comunista, hacen hincapié en la condición histórica, y por tanto contingente, de la forma burguesa de propiedad, que debe ser superada mediante fórmulas colectivas de carácter social que no se funden en la apropiación privada del plustrabajo ajeno. Sin embargo, la idea de la abolición del trabajo per se no ha conseguido alcanzar la unanimidad: a lo largo de los últimos siglos una gran variedad de propuestas —desde la «alegría de la producción» y el «disfrute del producto» que comporta el trabajo no alienado para el «joven» Marx [1] hasta el «derecho a la pereza» de Lafargue [2], pasando por el estajanovismo soviético— da fe de la complejidad de la cuestión. Tomando como punto de partida un sentido amplio del concepto de abolición, expondremos brevemente la utilidad de reflexionar, desde las problemáticas a las que nos enfrentamos en nuestro presente, no solo sobre la necesaria abolición del mecanismo que asegura la plusvalía, sino también sobre el cuestionamiento radical de la categoría de trabajo tal y como la conocemos.
Cuando Lenin formuló esta famosa frase, la propia supervivencia de la Unión Soviética estaba en entredicho a causa de la violencia ejercida por los Estados-nación capitalistas, que habían orquestado un acoso sin precedentes contra ella. De hecho, la NEP fue concebida como una forma de darle alcance a Occidente e incluso de superarlo: estaba claro que la experiencia histórica del socialismo y los valores que la respaldaban estaban profundamente ligados a la tradición modernizadora occidental [3] (por lo que, en todo caso, lo que algunos clamaron como su «derrota» no puede sino poner en duda toda la narrativa occidental en la que esta se fundaba: progreso constante, conquista de la naturaleza, etc., como hizo, por ejemplo, Bolívar Echeverría [4]). La utopía bolchevique —la promesse de bonheur para los históricamente desposeídos— se basaba en la glorificación de una carencia: la «cultura de la máquina» era un síntoma, en un país altamente agrícola y feudalizante, de la falta de «patrimonio industrializador»; el arte constructivista, por poner un ejemplo, era una especie de apología de la subjetividad propia de la fábrica, que resultaba minoritaria (esto es, constituía de alguna manera una sobrecompensación que merece, por lo demás, toda la admiración y cuyo poder sugestivo pervive). El constructivismo aspira a acabar con la historia del arte concebida como la justificación del pasado y, para eso, se consagra a entender y recrear la especificidad de la producción. Esta es una reflexión estimulada por un libro muy interesante de Susan Buck-Morss, Dreamworld and Catastrophe. The Passing of Mass Utopia in East and West (2000), en el que la autora expone, siguiendo un hilo conductor estético, el paralelismo existente entre la industrialización capitalista y el modelo soviético de desarrollo industrial (especialmente tras el primer plan quinquenal). Sería erróneo pensar, de todas formas, que la historia estaba tomando una dirección unívoca e irreversible, pues los «peligros» antedichos ya eran percibidos con gran clarividencia entonces: «(…) la intención constructivista se quedó bajo la forma de imitación ingenua y diletante de las construcciones técnicas, imitación que solo se remite a una veneración hipertrofiada del industrialismo de nuestro siglo» [5].
Desde el punto de vista cognitivo, nada diferenciaba al trabajador moscovita del inglés, por ejemplo; el sistema fordista seguía paralizando la imaginación del trabajador, condenándolo a dar respuestas condicionadas o automáticas.
Si bien es cierto que Engels especificó que el Estado revolucionario debía organizar «la producción social según un plan preestablecido» para garantizar el «desarrollo de la producción» [6], no va de suyo que la Rusia soviética debiera adoptar necesariamente la definición de industria pesada hegemónica de la modernización económica capitalista. También es cierto, por otra parte, que habría sido muy difícil sobrevivir durante casi un siglo, y especialmente afrontar un conflicto armado de la magnitud de la Segunda Guerra Mundial, sin el respaldo de una industria sólida y fuerte. Pero eso se hizo a costa de abandonar (sería mejor decir «minimizar») el deseo utópico (que consiste en la comodidad material, por supuesto, pero también en la capacidad de imaginar relaciones humanas alternativas), por decirlo de algún modo. Según Buck-Morss, los soviéticos «perdieron la oportunidad de transformar la idea misma de “desarrollo” económico» y se vieron obligados a «producir una utopía fuera del propio proceso de producción» [7]. Además, esta situación tuvo ciertas consecuencias evidentes en el ámbito de la cultura, favoreciendo el desarrollo de un reino de lo kitsch y de una cultura de masas en el seno mismo del llamado «socialismo real», tal y como ha estudiado, además de Buck-Morss, el crítico Boris Groys, entre otros [8].
Así, la reproducción «a la rusa» de la industrialización y la técnica capitalistas no pudo alterar sustancialmente la concepción del trabajo como una actividad alienada en la que el trabajador «se siente como un animal», hablando sencillamente [9]. Objetivamente, no había extracción de plusvalía como tal —o tal vez esta quedaba en manos de una clase no capitalista—; sea como fuere, aun suponiendo que se hubiera abolido el trabajo asalariado, el proceso de producción era similar en términos prácticos en lo que respecta a los trabajadores: la alienación seguía presente, como si fuera un elemento más de la cadena de montaje. La imitación demasiado fiel, en este sentido, del capitalismo —lo que Charles Bettelheim y otros llamaron «capitalismo de Estado» [10]— no evitaba e incluso amparaba el impacto sensorial que la producción fabril tenía sobre los trabajadores: a este respecto, Buck-Morss nos invita a relacionar el famoso concepto bejaminiano de shock, que se refiere a la experiencia estética de la modernidad propiamente urbana, con el contexto de la construcción del socialismo en la Unión Soviética. Desde el punto de vista cognitivo, nada diferenciaba al trabajador moscovita del inglés, por ejemplo; el sistema fordista (que fascinaba en la Unión Soviética y al que Gramsci, por cierto, dedicó elogiosas palabras en sus cuadernos de la cárcel) seguía paralizando la imaginación del trabajador, condenándolo a dar respuestas condicionadas o automáticas. Todo esto plantea al menos una pregunta: ¿en qué medida se produjo realmente la abolición de todos los aspectos del trabajo asalariado? Aunque el socialismo, según el esquema marxista-leninista clásico de las etapas del desarrollo histórico —que esbozaba, por poner un ejemplo, Bujarin ya en 1919 [11]—, no implicaba la desaparición del Estado (y por lo tanto es posible imaginar que ciertas categorías económicas del sistema de producción capitalista siguieran vigentes), quizás una de las razones que explican en lo profundo la derrota de la Rusia soviética fuera la de que eternizó en tiempo y forma un determinado modelo de industrialización.
Otra cosa que, lamentablemente, la Unión Soviética reprodujo del capitalismo con más exactitud de la que hubiera debido fue la falta de conciencia sobre los efectos que la intervención humana tiene a gran escala sobre la naturaleza. Con todo, conviene no olvidar que, como demuestra magistralmente Andreas Malm, es sobre todo la dinámica de la autovalorización del valor propia del capital la que, en primera y última instancia, en virtud de su esencia misma, está detrás de la degradación del planeta [12]. Pero incluso si, como se debe, valoramos con justicia, al margen de sus insuficiencias, los innumerables éxitos de uno de los mayores proyectos de organización social alternativos al capitalismo, el problema al que se enfrenta nuestro mundo hoy no es simplemente —o no solo, en el caso de las industrias deslocalizadas en los países del Sur global— que las cadenas de montaje alienen a los trabajadores (tanto en los países socialistas como en los capitalistas). El problema es que, si nada cambia, el cambio climático hará imposible la posibilidad misma de la producción alienada (y de cualquier otra), aniquilando la viabilidad de la vida en sociedad. Ahora mismo está claro que la utopía de la abolición, «aplicada» al proceso de producción, como sugería Buck-Morss, debía y debe implicar necesariamente un cambio radical de las expectativas puestas en la explotación de los recursos naturales y de los animales.
En este sentido, puede que el cambio climático no sea la única razón para pensar la desaparición forzada del trabajo.
Por lo tanto, también parece evidente que, aunque hubiera conseguido acabar con el componente alienante, la URSS solo podría haber proyectado una abolición real y satisfactoria, por así decirlo, del trabajo asalariado si hubiera tenido en cuenta la necesidad, igualmente importante, de proyectar una «visión del mundo» orientada a la ecología, por utilizar el término de Lucien Goldmann. El socialismo, que sigue siendo hoy el horizonte para una verdadera democratización de la vida, no podrá ser nunca más, en cambio, eso más la «electrificación» (si por esta entendemos algún tipo de utilización masiva de los combustibles fósiles, por ejemplo). Lo que todo ello nos demuestra es que solo el análisis histórico crítico y riguroso puede ayudarnos a transformar verdaderamente la realidad, permitiéndonos extraer las lecciones pertinentes de las experiencias pasadas. En estas condiciones, cabe preguntarse si a la abolición forzosa y trágica del trabajo a manos del cambio climático podría oponérsele, en un sentido liberador, lo que se denomina «desempleo tecnológico». Esta es una de las cuestiones que la economía política de nuestro siglo debe afrontar.
En este sentido, puede que el cambio climático no sea la única razón para pensar la desaparición forzada del trabajo. Según Aaron Bastani, que propone un modelo de sociedad que bautiza como «comunismo de lujo totalmente automatizado», la creciente desigualdad de la que somos testigos en el mundo está vinculada a varios tipos de crisis (además de la crisis ecológica y climática ya mencionada), entre ellas la que se vincula a una nueva era tecnológica que amenaza con provocar «un desempleo creciente a medida que las máquinas realizan progresivamente más trabajo físico y cognitivo y sustituyen a los humanos» [13]. El desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo ha conducido a una concentración cada vez mayor de la riqueza y a un aumento del desempleo tecnológico —debido a la automatización del trabajo y la consiguiente pérdida de empleo humano (o desplome del precio de la fuerza de trabajo)—, pero no siempre tiene por qué ser así. La digitalización, que sigue un progreso exponencial según la ley de Moore, permite concebir, incluso a corto plazo (siempre que haya una verdadera voluntad política de actuar, por supuesto), una sociedad en la que las máquinas realicen la mayor parte de las tareas, dejando a los humanos mucho tiempo para el autodesarrollo. Esto significaría, en última instancia, de acuerdo con Bastani, que el capital «se convierte en trabajo», es decir, que «las herramientas producidas por el ser humano pueden realizar cualquier tarea» [14]. Todo esto, junto con una distribución equitativa de los recursos y de servicios básicos de carácter universal (lo que implicaría revertir completamente la famosa «acumulación por desposesión» del neoliberalismo), podría finalmente fundar una lógica más razonable en las relaciones sociales: la superación, por fin, del «reino de la necesidad». Se trataría, en resumidas cuentas, de un desarrollo de las fuerzas productivas con un fuerte sentido de la justicia social.
En definitiva, lo que resulta difícilmente discutible es que por el camino desbrozado por el productivismo —aquello que hizo enloquecer a Fausto— no se ha podido llegar al destino de la abolición del trabajo, aunque hayamos contado con oasis de gran envergadura.
Dado que la automatización del trabajo es probablemente imparable (en el sentido de que, históricamente, el desarrollo de las fuerzas productivas no puede ser obstaculizado), la posición más inteligente —y, con toda probabilidad, también la más difícil— sea la de disputarle al capital el significado y el sentido último de esa automatización: un intento desesperado de las élites para evitar la caída de la tasa de ganancia del capital o una solución democrática a la precariedad de gran parte del mundo y a la crisis climática. De hecho, el capitalismo ha construido su narrativa de legitimación ideológica a partir de la noción de escasez (de recursos, de bienes...), que es lo que justificaría la competencia en el mercado y la intervención etérea de la supuesta «mano invisible»; pero, por ejemplo, el grado de sofisticación alcanzado por la tecnología de las energías renovables —que debería seguir superándose a sí misma, de nuevo, por la Ley de Moore— demuestra que es posible concebir un escenario de abundancia —si bien es igualmente prioritario cuestionar qué abundancia, o bajo qué criterios éticos la entendemos— que también sea respetuoso con el medio ambiente. Puede resultar curioso recordar que la monumental Critique de la raison dialectique de Sartre polemizaba con Marx precisamente en este punto: en el hecho de que la abolición del trabajo asalariado (o de la propiedad privada) no basta, dice el filósofo, para superar cualquiera de las formas de enajenación, pues el ser humano seguirá siendo esclavo de su mundo material mientras esté enfrentado a una relación con el medio marcada por la escasez (no una escasez objetiva, sino, de nuevo, resultado de una determinada relación práctica del ser humano con su medio) [15]. Así, en un contexto de automatización del trabajo en el que la tecnología y la información sean accesibles para todos en el sentido anteriormente apuntado, es concebible que la abolición del trabajo asalariado pueda significar simplemente la abolición del trabajo.
La industrialización de la URSS —y la reflexión que sigue podría hacerse extensible al caso chino— sentó un precedente para la economía política durante gran parte del siglo XX: la presencia de una industria fuerte era una garantía de soberanía frente a la agresividad de los países capitalistas. Por otro lado, no sería justo atribuirle sin más a estos países el grueso de la responsabilidad en materia de emisiones, por ejemplo, que está probado que corresponde en gran parte al conjunto de países imperialistas que se industrializaron en el siglo XIX, que expolian y consumen las materias primas del Sur global y que, en un intento desesperado por continuar haciéndolo sine die, trasladan allí la generación de emisiones. La justicia climática debe ser otra cosa. Si bien eso es totalmente cierto, el resultado distó mucho de alcanzar la utopía que ha caracterizado al pensamiento socialista desde sus inicios. Lo que lo impidió no fueron el fordismo o la industrialización como tal (al igual que el problema del desempleo tecnológico actual no es la automatización creciente), sino la infravaloración del factor ambiental y de la importancia de las dinámicas alienantes, por decirlo de forma muy simplificada. En definitiva, lo que resulta difícilmente discutible es que por el camino desbrozado por el productivismo —aquello que hizo enloquecer a Fausto— no se ha podido llegar al destino de la abolición del trabajo, aunque hayamos contado con oasis de gran envergadura. En el libro tercero de El capital, compendiado y editado tal y como hoy lo conocemos, como se sabe, por Engels, Marx afirma: «De hecho, el reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores (...). Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica» [16]. Esta cita no corresponde a un pretendido argumento de autoridad, pero es útil para revelar precisamente cuánto de terra incognita alberga aún, en términos prácticos y en la línea de lo que hemos venido sugiriendo, la obra de un pensador cuando menos estimulante. Nikolai Tarabukin, historiador del arte y activo miembro del Proletkult, se mostraba abiertamente contrario a la institución del museo, cuyas salas, «cementerios del paseísmo», hacinaban las pinturas dejándolas fenecer, cuando lo adecuado sería darles su espacio en la vida práctica. Y advertía, como pronunciando un vaticinio que, más tarde, oprimiría «como una pesadilla el cerebro de los vivos»: «toda la tempestad revolucionaria encontrará su calma en los cementerios del museo» [17]. La analogía puede funcionar para lo que aquí se ha propuesto: toda tempestad que anhele una revolución del modo de producción en un sentido progresivo tendrá que evitar la comodidad de los cementerios de la imitación acrítica, del desarrollismo desenfrenado, del complejo de inferioridad.
Este escrito no trataba de arrojar sin más a la laguna Estigia de la condena moral a este tipo de experiencias históricas que tuvieron que enfrentarse, como decimos, a unos desafíos nunca antes planteados y a una presión injerencista sin igual, sino de explorar, evitando toda suerte de determinismos, cuáles han sido las limitaciones endógenas y exógenas de esos proyectos autocondebidos como emancipadores, y qué de su legado puede contribuir con validez a la edificación de un futuro más digno de recibir tal nombre.
[1] Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, Madrid, Alianza, 2008, p. 47.
[2] Paul Lafargue, El derecho a la pereza, Madrid, Maia ediciones, 2012.
[3] Lucio Colletti, From Rousseau to Lenin, Nueva York, Monthly Review Press, 1972.
[4] Bolívar Echeverría, Las ilusiones de la modernidad, México D.F., UNAM/El equilibrista, 1995.
[5] Nikolai Tarabukin, El último cuadro, Barcelona, Gustavo Gili, 1977, p. 42-43.
[6] Friedrich Engels, Socialismo utópico y socialismo científico, Madrid, Fundación Federico Engels, 2006, p. 88.
[7] Susan Buck-Morss, Mundo soñado y catástrofe, Madrid, Antonio Machado Libros, 2004, p. 136.
[8] Borys Groys, Obra de arte total Stalin, Valencia, Pre-Textos, 2019.
[9] Karl Marx, op. cit., p. 60.
[10] Charles Bettelheim, Las luchas de clases en la URSS. Primer periodo (1917-1923). Madrid, Alianza, 1976.
[11] Nikolai Bujarin, ABC del comunismo, Barcelona, Fontamara, 1977, p. 198.
[12] Andreas Malm, Capital fósil, Madrid, Capitán Swing, 2020.
[13] Aaron Bastani, Comunismo de lujo totalmente automatizado, Valencia, Antipersona, 2020, p. 38.
[14] Ibid, p. 94.
[15] Jean-Paul Sartre, Crítica de la razón dialéctica (2 vols.), Buenos Aires, Losada, 1963.
[16] Karl Marx, El capital, Tomo III, Vol. 8, México D.F., Siglo XXI, p. 352.
[17] Nikolai Tarabukin, op. cit., p. 62.
«Leí tu libro la semana pasada y me sentí como si saliera a tomar aire después de pasar mucho tiempo bajo el agua. Me gustaría agradecerle de todo corazón que haya expresado de forma tan elocuente casi todo lo que había que decir, y que haya proporcionado una razón para la esperanza, cuando yo estaba a punto de desesperar.»
Creo que hay pocas definiciones más hermosas de democracia que aquella que reconoce no ser más que el esfuerzo que realizamos conjuntamente para definir a oscuras, acompañado por otros tan ciegos como nosotros mismos, qué es bueno y qué es malo.
En estas líneas comparto con las compañeras y compañeros de España algunas reflexiones sobre las elecciones del pasado 15 y 16 de mayo en Chile y su relación con la rebelión popular que se inició en octubre del 2019. Primeras impresiones que destilan optimismo por los resultados favorables para las fuerzas políticas transformadoras que obtuvieron la mayoría de los escaños en la Convención que redactará la nueva Constitución Política, una Convención con paridad de género y 17 representantes de los pueblos indígenas.
El verano y las vacaciones se agotan, y también el tiempo libre para dedicar a la lectura, al cine o simplemente a no hacer nada. En el IECCS hemos recopilado algunos títulos de ensayos, novelas, películas y documentales para que puedas disfrutarlas durante el mes de agosto.
De un tiempo a esta parte me interesan las figuraciones de clase. Historias que reivindican las formas de vida obreras, ficciones que no esencializan ni se edifican en el antagonismo social y que de algún modo liberan a la literatura obrera de sus tareas históricas.
La transformación digital sigue hoy una dirección marcada por las políticas del momento, que favorecen la concentración empresarial, la extracción masiva y la acumulación de poder. Pero, como sucedió a principios del siglo pasado, estos criterios políticos pueden cambiarse.
El necro-liberalismo asume de forma explícita y obscena la imposibilidad de conjugar el mantenimiento de la vida con el mantenimiento del orden político y económico, de ahí que se caracterice por hacer gala y enarbolar sin complejo alguno la bandera del desprecio a la vida.
Si el ecologismo desea tener una incidencia real en las disputas políticas del futuro inmediato (y es imprescindible que la tenga) no puede pasar por alto las peculiaridades y temporalidades de las diversas esferas de lo humano.
¿Qué pasa si dejamos de considerar a la propiedad como algo sagrado y “permanente”, que incluso trasciende al individuo (y su supuesto esfuerzo) hasta sus herederos, y empezamos a considerar que esta es imposible sin un complejo sistema de relaciones sociales colectivas que la sostiene desde su origen?
En definitiva, en el Manifiesto la ciencia le habla a la política como un cliente exigente que demanda aquellos servicios por los que paga. Esta posición no es nueva. Viene construyéndose desde hace décadas, en especial desde el mercado hacia el Estado.
No es nuevo decir que, tras décadas de neoliberalismo, la responsabilidad sobre el empleo descansa cada vez más sobre los propios individuos. Cada vez son más los programas educativos que añaden en sus currículos una nueva y apetecible competencia: la empleabilidad.
El pensamiento de Davis, como buen materialista y marxista, operaba en continuo diálogo con el ruido del presente, con sus obstáculos, sus rugosidades y pliegues, sus pervivencias, sus proyecciones y posibilidades.
La camaradería es el resultado de la solidaridad, del compromiso y de la disciplina. Es una práctica compleja, en la que se fracasa una vez para levantarse y fracasar mejor. A veces puede ser asfixiante, pero la mayor parte de las veces es liberadora. Somos nosotres en un sentido colectivo.
Este texto es un informe presentado el 20 de enero de 2017 en el marco de la sesión ¿Quiénes son los comunistas? de la Conferencia de Roma sobre el Comunismo. Fue publicado originalmente en italiano con el título Chi sono i comunisti en la página web del colectivo Euronomade, y traducido ahora al castellano por Manuel Romero.
Actualmente el debate se ha simplificado a partir de la categoría de "lo posmo", de manera que si te preocupa lo estético para construirte como sujeto, parece que estás abandonando la lucha de clases.
Realismo capitalista es –haciendo de lo complejo sencillez y de las respuestas fáciles preguntas difíciles– una de las grandes obras políticas de nuestro siglo, la que emite algunas lecciones fácilmente numerables para las políticas del “deseo poscapitalista” en el siglo XXI.
Disney no podría habernos ofrecido un simbolismo más explícito de su empresa ideológica: Una casa (propiedad privada) que requiere de nuevas, reformadas y más progresistas, formas dentro de la misma institución (familia) para poder recuperar la magia (herencia).
Los nuevos periodistas crecen sabiendo que su futuro es un campo de minas, estudian una carrera muy mal estructurada y muy exigente y, como recompensa a todo ese aguante, obtienen un puesto mal remunerado, tremendamente esclavo y, por supuesto, inestable y frágil.
Series como 'Succession' sirven para detectar la corrosión del poder, la política y el dinero mientras nos deleitamos con las disfunciones psicológicas de sus protagonistas. Si la serie sirve para cartografiar el capitalismo multinacional es gracias a su efecto de “totalidad”.
Este texto se publica en el marco del debate que tuvo lugar en el seminario "Marx y El Capital en el mundo contemporáneo" entre Jesús Rodríguez y Manuel Romero a propósito del lugar de lo político en la teoría marxista.
Como dice Eva Illouz en el prólogo del libro de Horvat, parece que el capitalismo nos ha arrebatado la capacidad de amar de manera radical. Nos encontramos ante la imposibilidad de replantear un concepto que parece haber quedado diluido entre las crisis del neoliberalismo.
El contexto Covid-19 nos trae un 'horror vacui' diferente, algo más angustiante que la patología psicológica conocida como 'fear of missing out' (FOMO), la posibilidad de que no nos estemos perdiendo nada porque nada está pasando y nada puede pasar.
Más que luchar por una u otra interpretación, una misión muy loable pero que para mí aún es dudosa en el ejercicio de la crítica cultural, la indefinición de lo afectivo nos debe conducir a identificar a qué anhelos desarticulados apela la cultura popular.
¿tan importante es la relación que se da entre el mundo de lo lleno y de lo vaciado? Parece probable que sí, que sea necesario todo este despliegue orientado a disimular la naturaleza conflictiva de las relaciones sociales de lo vaciado, hacia dentro y hacia fuera, sobre todo porque todos los sujetos implicados arriesgan mucho en este juego.
En este marco el ámbito de la cultura cobra especial importancia en la consecución de la hegemonía, proceso a través del cual se universalizan intereses y afectos, en palabras de Gramsci, “la conquista del poder cultural es previa a la del poder político”.
En el sistema semiológico de Barthes el mito se presenta como una potencia naturalizadora, una herramienta de normalización. Por eso, en su descripción de las lógicas de funcionamiento del mito hay todo un intento de impugnar la normalidad de los quehaceres cotidianos
"La pandemia ha enfatizado enormemente una tendencia que ya se estaba dibujando: una condición de miedo a la corporeidad, me atrevería a decir, incluso, una sensibilización fóbica hacia el cuerpo del otro."
La guerra en Ucrania sitúa en un primer plano la importante dependencia energética exterior de la UE y aboga por una aceleración en el proceso de transición verde acometida en toda su extensión.
¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo plebeyo la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? No es casual que el pueblo aparezca como el lugar de una sospecha y las élites queden, astutamente, sustraídas de la escena.
Hemos lanzado una batería de preguntas a distintos pensadores y pensadoras con el fin de acercarnos a un análisis no tanto de la crisis del coronavirus en sí, como de los distintos escenarios de futuro a que nos puede conducir su salida. Aquí las respuestas que nos ha dado Luciana Cadahia, filósofa argentina, autora de Mediaciones de lo sensible. Hacia una nueva economía crítica de los dispositivos (FCE, 2017) y El círculo mágico del Estado (Lengua de Trapo, 2019).
La crítica política y social se consiguió transmitir desde la crítica cultural, en una alianza estética de raigambre nietzscheana en la que la música era un elemento de transformación radical. Este nuevo paradigma no había sido aprovechado por la izquierda tradicional, que dejó pasar el impulso que esta revolución cultural había traído.
«La literatura, para mí, está presente en cada momento, en cada detalle de lo cotidiano, está sucediendo todo el tiempo. Pero, al mismo tiempo, qué difícil es lograr una buena traducción de la vida a las palabras, de la mente a las palabras.»
'Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario' no es un libro más, descubre el hilo común del pensamiento reaccionario contemporáneo y, a la vez, hace un ejercicio de arqueología brillante para responder a las entelequias de un obrerismo que pretende invocar a una clase obrera que jamás existió.
Como defendió Matt Colquhoun recientemente en su blog, la serie no es el capitalismo avanzando a través de la apropiación del sentimiento anticapitalista sino el sentimiento anticapitalista avanzando a través de la apropiación del capitalismo.
La serie es un éxito puesto que (re)construye cómo una ideología como la Alt-Right puede llegar a ser hegemónica y lo hace en una dialéctica constante con la realidad que vive la sociedad estadounidense y sus pilares racistas.
La coyuntura tiene la singularidad de ser aquel momento sin el cual no se podrían visualizar ni reflexionar sobre determinados problemas políticos. Pensar la coyuntura implica, decía el epistemólogo crítico Hugo Zemelman, comprender el presente-potencial.
El valor de los libros de Peter Frase, Olin Wright y Aaron Bastani reside en su capacidad para darle la vuelta al famoso dictum de Jameson e imaginar que el neoliberalismo no existe. Hay una potencia afirmativa en esa negación que no es una cuestión menor.
Pese a que son siglos lo que nos separa de los escritos de Burke, su definición de lo sublime parece ajustarse al milímetro a la situación actual, y nos da las claves para entender por qué podemos experimentar placer estético en las consecuencias de una pandemia.
Somos mucho más rentables como espectadores-consumidores de contenido en plataformas ya que, si la televisión entraba en nuestra casa para ofrecernos entretenimiento a cambio de un porcentaje de tiempo invertido en publicidad, esta nueva forma de extracción de beneficios entra directamente en nuestro cuerpo, para buscar beneficios en los datos derivados de nuestro comportamiento.
Aquí las respuestas que nos ha dado Santiago Alba Rico, escritor, ensayista y filósofo, autor, entre otros, de Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado (Anagrama, 1995), Leer con niños (Caballo de Troya, 2007), Islamofobia: nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015) y Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017).
A pesar de la omnipresencia de este debate, es necesario cubrir una carencia fundamental de la mayoría de estos discursos: rebatir el desdén generalizado ––en gran parte de las ocasiones automático; en otras sencillamente visceral–– hacia la nostalgia y, en consecuencia, hacia su poso melancólico.
«Es necesario un nuevo movimiento internacionalista y pacifista que en los diferentes países movilice los intereses de las grandes mayorías, que exija la toma de acciones para prevenir conflictos, y en particular que se pongan fuertes límites a las armas nucleares.»
¿En qué se debe basar, entonces, nuestro hacer político y sus distintos modos? He aquí la pregunta fundamental. La respuesta por la que aquí apostamos es la autonomía, la capacidad del grupo para dotarse de sus propias reglas independientemente de factores externos.
El video presidencial en inglés siguen revelando datos importantes del relato que el gobierno está cocinando, en él se resignifican dos de las imágenes con las que se ha caracterizado al régimen uribista de Duque: la del títere y la del hombre desconectado de la realidad.
La afirmación de Wittgenstein de que no existe “aplicación” de una regla porque la instancia de aplicación es interna a la propia regla y, como consecuencia, la transforma, es totalmente válida como principio rector para escribir una tesis.
En suma, Mercado y Estado no son términos antitéticos, sino necesariamente complementarios. Pero decimos más: no se trata sólo de considerar que ambas realidades son dependientes históricamente, sino de enfatizar que sus componentes estructurales están tan sumamente involucrados que sus contornos llegan a hacerse borrosos, hasta el punto de confundirse.
Al igual que los Shelby, podemos contemplar nuestras sociedades y afirmar que las élites son despiadadas, crueles e insolidarias. Sin embargo, conviene separarse de ellos a la hora de configurar el futuro a perseguir, uno en el que no quepan egoísmos narcisistas ni tradiciones opresoras.
El miedo de no saber qué demonios va a pasar con nuestra vida y con la de aquellos que queremos. El miedo de mirar al futuro y no saber qué esperar. El miedo de no ver un horizonte de posibilidad, sino un muro tras el cual no sabemos qué se esconde.
En medio de una pandemia mundial -donde el proceso productivo neoliberal en el que ya vivíamos condiciona nuestra manera de sentir, relacionarnos y también curarnos-lo último que se permite es adolecer. Nuestras pérdidas son rápidas, ocultadas, secretas, dejan un duelo mudo, pero igual de profundo, es un duelo arrebatado.
Con el verano liberamos algo de tiempo libre para dedicar a la lectura, al cine o simplemente a no hacer nada. En el IECCS hemos recopilado algunos títulos de ensayos y novelas para que podáis disfrutarlas durante el mes de agosto, y hacer así algo más ameno este calor insufrible.
Este artículo fue publicado originalmente por Stuart Hall en la revista Universities & Left Review, en el otoño de 1958, un momento en el que las transformaciones del capitalismo y de la izquierda después de la Segunda Guerra Mundial estaban cambiando Gran Bretaña y el mundo para siempre. La traducción al español es de Manuel Romero.
La pregunta que tenemos que hacernos es si preferimos vivir peor para mantener ciertos negocios o apostamos por mejorar la vida y forzar un desplazamiento productivo hacia otros sectores. Claramente lo que tiene que primar es la calidad de vida y lo que tiene que adaptarse es el modelo productivo, no al revés.
El duelo, mientras haya recuerdo, afecto, es inevitable. La cuestión consiste en hacer un duelo sano, que sea llevable, en una existencia y una pérdida de la que el sujeto sea capaz de hacerse cargo.
Si necesitamos pensar lo que nos está ocurriendo, ¿no sería importante que reflexionáramos sobre si lo que está sucediendo solo corrobora nuestras categorías y plantillas previas o si marca una diferencia aún por establecer?
¿Y si las plataformas y su modelo de explotación basado en la extracción de datos hubieran sido solo un impasse en el proceso de construcción del Internet que finalmente se estabilizará en el futuro?
Las tesis que reproducimos a continuación fueron escritas por Bertolt Brecht en los años treinta, en el marco del debate con Gyorg Lukács sobre la definición de «realismo» en la literatura y el arte, así como el empleo del mismo por los artistas antifascistas.
Cabe cuestionarse si a estos "liberales" alguna vez les importó algo más que su persona, si aquella condescendencia de clase no supone en realidad un brillante ejemplo de conciencia de clase –de clase privilegiada, por supuesto– a la que le duró demasiado el disfraz democrático y popular.
«Muchas personas dicen que la experiencia de haber participado en un laboratorio ciudadano les cambió la vida»
Habitualmente se entiende que la ciencia ficción, precisamente por su carácter especulativo, es un género con una relación particular con el progresismo y la izquierda. Sin que esto sea necesariamente falso, la realidad es que la historia del género está llena de grandes figuras y obras notables con relación directa con posturas reaccionarias e incluso con el fanatismo religioso.
Hoy más que nunca necesitamos disponer de horizontes de futuro confiables, asegurar nuestras vidas -y no para cualquier forma de vida, sino para una que valga la pena ser vivida- como condición de posibilidad de cualquier forma de libertad política (pues sabemos que sin seguridad y confianza en el porvenir no hay libertad sino miedo y servidumbre).
Si ya no vemos igual, ni desde los mismos dispositivos, si cada vez hay más oferta de productos audiovisuales y el fútbol no mueve ficha, corre el riesgo de quedarse fuera de los nuevos mercados del consumo audiovisual.
Hay una creencia generalizada de que el progreso de la ciencia es imparable y de que la tecnología todo lo puede. No cabe en nuestras mentes, pero especialmente en la de nuestros gobernantes, que pueda haber límites biofísicos y energéticos a lo que somos capaces de hacer
Las comunidades no se pueden descontextualizar de los modos de producción en las que están insertas, de las transformaciones que se producen y en las que son producidas por seres humanos en el paso de sus vidas.
Gorriti es Filósofa, becaria doctoral CONICET y docente de la UNC. Autora de Nicos Poulantzas: una teoría materialista del Estado (Doble ciencia). Farrán es Filósofo, Investigador CONICET y docente de posgrado (Universidad Nacional de Córdoba). Autor de Badiou y Lacan: el anudamiento del sujeto (Prometeo), Nodal. Método, estado, sujeto (La cebra) y Nodaléctica (La Cebra).